Si hay una frase elocuente en el constitucionalismo norteamericano es la del juez Charles Evans Hughes, quien dijo en un discurso en 1097: “vivimos bajo una Constitución, pero la Constitución es lo que los jueces dicen que es”.

Esa audaz expresión de quien fuera un hábil político, diplomático y jurista eclipsa con frecuencia otras reflexiones igualmente brillantes del undécimo presidente de la Corte Suprema, una de las cuales toca la disidencia de los magistrados en los tribunales.

Al referirse a la importancia del voto discrepante de los jueces, Hughes lo consideró como una exhortación al espíritu permanente del Derecho, a la inteligencia de un día futuro en el que una decisión ulterior pueda corregir el error cometido por los jueces del presente.

Sin embargo, el voto particular o en minoría no es aún un instituto generalizado en los tribunales supremos o constitucionales, sobre todo en las naciones que siguen una tradición jurídica francesa, en las que el juez es “la boca que pronuncia las palabras del legislador” (al decir de Montesquieu), o, parafraseando a Kant, los jueces no trabajan para la tribuna.

En nuestro país, las leyes orgánicas de la Suprema Corte de Justicia y del Tribunal Constitucional contemplan la posibilidad de que los jueces emitan votos disidentes o salvados, lo cual contribuye enormemente a una perspectiva más plural y enriquecedora.

Siempre que no constituya una patología del juez la de oponerse por oponerse, el ejercicio de la disidencia judicial robustece la democracia en los tribunales y enriquece la doctrina jurídica.

Célebre es la obra “Los votos discrepantes del juez”, de Oliver Wendell (O.W) Holmes, que recoge una selección de fragmentos de sus opiniones en minoría durante las tres décadas que ejerció la magistratura  en la Corte Suprema de los Estados Unidos.

El libro de O.W. Holmes no sólo es un testimonio de la originalidad de su doctrina jurídica, sino que constituye una especie de bitácora jurisprudencial que atestigua cómo se entronizó una corriente conservadora en la Corte Suprema de los Estados Unidos de 1902 a 1932.

Hago estas reflexiones para tributar un reconocimiento a la trascendental labor que ha realizado el magistrado Hermógenes Acosta de los Santos en su período de casi nueve años en el Tribunal Constitucional. Su disciplina, su experiencia como juez y su vasta cultura constitucional le han permitido sentar una impronta en esa Alta Corte.

Ese legado no sólo se limita a su  trabajo como “juez ponente” en sentencias de gran calado en el TC, sino que Acosta de los Santos es el autor de más de una treintena de votos “disidentes o salvados” que bien pudieran ser compendiados en una suerte de versión local de la obra de Holmes para enriquecer nuestra doctrina.

Una de esas piezas doctrinarias la constituye su voto disidente en la sentencia TC/0075/16, del 4 de abril de 2016, en la cual el Tribunal Constitucional (TC) adoptó un concepto restringido de la noción de censura previa frente a la libertad de expresión

Bien es sabido que el artículo 49 de la Constitución garantiza la libertad de expresión “sin que pueda establecerse censura previa”.

Tras una acción directa de inconstitucionalidad de varios directores diarios y de la Fundación Prensa y Derecho, sustentada por quien suscribe estas líneas, en contra de las penas de privación de libertad por delitos de difamación e injuria, el Tribunal Constitucional rehusó seguir la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que considera que la existencia de esas sanciones produce un efecto inhibitorio que genera censura ciudadana al  momento de emitir opiniones o publicar informaciones.

Para los magistrados constitucionales, “el uso más habitual de la noción de censura refiere a la intervención que realiza un censor sobre el contenido o la forma de una obra, atendiendo a razones morales, políticas, ideológicas, religiosas o de otro tipo”.

En la ratio decidendi de dicha sentencia, el TC subraya que es censura “toda restricción que despliega la autoridad pública con anterioridad a la elaboración y difusión de información o expresión de ideas, opiniones u obras del espíritu, encaminada a sujetarla a la obtención de autorización oficial, previo examen de su contenido, o bien levantar la prohibición de elaborarla o difundirla”.

Más adelante, los jueces ponderan que,  “por lo general, (esa noción) está asociada a la intención de un gobierno de impedir la difusión de información contraria a sus intereses y es por ello que en las sociedades democráticas, como lo es el caso de República Dominicana, la censura previa está prohibida”.

El tribunal retuvo así las penas de prisión en los casos en que las infracciones se produzcan entre particulares o cuando afecten la figura del Presidente de la República y los “dignatarios extranjeros”, con lo cual dejó en pie las deleznables “leyes de desacato” que conllevan sanciones más graves en estos delitos por el hecho de que los afectados estén investidos con la majestad pública.

Por la trascendencia del tema, en la referida sentencia se produjeron tres votos disidentes de los magistrados Katia Miguelina Jiménez, Ana Isabel Bonilla y Hermógenes Acosta de los Santos.

Cada disidencia tiene sus matices, pero la discrepancia de este último magistrado es la  que pone en contexto la problemática. Acosta de los Santos apoyó abiertamente la posición de los accionantes, al considerar que, “la realidad es que las sanciones penales que se prevean para castigar delitos de prensa constituyen una especie de censura previa, porque sus efectos inhibitorios se producen desde el momento en que se establecen en la ley y no únicamente después que se inicia un proceso penal o cuando la sanción se le impone a la persona que cometió el delito”.

Con su posición, el magistrado suscribió la jurisprudencia CIDH en los expedientes de Mauricio Herrera Ulloa/Costa Rica y Ricardo Canese Vs. Paraguay y comprendió la frase del juez Hughes de hacer una vehemente exhortación al espíritu del pensamiento jurídico para corregir en el futuro el error del presente.