Sin duda calificar de voluntarista es una tentación permanente de quienes insisten en girar sobre su propio eje. Como voluntarista suena mal, hacerlo tiene en apariencia la ventaja de pretender establecer que quien tiene voluntad en exceso es más peligroso que quien no tiene ninguna.
Al exceso de voluntad se le suma la también peligrosa obsesión de irse por la tangente. Es decir, no ir al fondo de la cuestión, irse por las ramas. Ambas acciones son las que explican el hecho de que significativos sectores no se sumen al proyecto que nos habrá de salvar, igual como lo hicieron en varias oportunidades anteriores.
Vamos viendo. La tangente se define por no cortar la línea o el plano que toca, y su pendiente no tiene por qué ser vista como una amenaza. Los derrotados de siempre verán en ella la inclinación que lleva al abismo, tan propia del pesimismo de intelectuales acríticos.
¿No sería mejor que al observar la línea inclinada comenzáramos a subir?
No creo que sea un ejercicio estéril reflexionar sobre este tipo de argumentos, especialmente en cuanto a su significado profundamente conservador. En el centro del asunto – que se evita con la tangente- está no reconocer, por ejemplo, que los cambios en el sistema de partidos ya están aquí: nadie que lea los periódicos podría negarlo y nadie suficientemente responsable puede afirmar saber como esta crisis, que como todas puede ser también nacimiento, va a desarrollarse.
Llamar despectivamente a quienes se niegan a plegarse a proyectos que intentan hacer creer que la solución pasa por apostar a un bipartidismo que notoriamente quedó atrás, hace las cosas más fáciles a quienes se aspira a derrotar.
La pregunta que uno no puede dejar de hacerse es por qué se apunta con tanta insistencia a quienes se espera fueran compañeros de ruta y no a los adversarios. Como respuesta primeriza y tímida aquí hay un temor inocultable al cambio, a lo nuevo. Y su actitud respecto al adversario es la manifestación inequívoca de que no se le quiere derrotar: los profetas del pasado no quieren derrotar a nadie, quieren remplazarlos.
Entonces sorprende que la búsqueda de caminos nuevos, de instrumentos novedosos, de soluciones ya nada originales sea motivo de censura, pues más de una vez alguien las ofreció y nunca las cumplió. No es posible que se insista en ofrecer caminos ya transitados tantas veces sabiendo como se sabe que esa es la historia de los triunfos opositores en la historia política reciente y que no son pocas las situaciones dignas de observarse, (cuento cinco victorias opositoras y no encuentro razón alguna para esperar algo de una sexta.)
El camino del cambio político requiere voluntad, requiere ir al fondo del asunto y requiere algo de originalidad. Todo cambio es un acto de creación, no de repetición, por eso bienaventurados los que se atrevan, contra los pronósticos alimentados de pasado, a incursionar en el futuro. A nadie bien intencionado debería molestar, y mucho menos temer, este tipo de iniciativas, que no tienen por qué ser sectarias, tienen simplemente que ser.
De haber actores dispuestos a la aventura, con seguridad no habría grandes complicaciones ideológicas, ni dificultades en los acuerdos sociales y políticos, por la muy sencilla razón de que los problemas a enfrentar tienen dos características que no pueden ser discutidas: son sencillos y eso inhabilita a quienes tuvieron la posibilidad de resolverlos y no lo hicieron.
De continuar ventilándose el expediente voluntarista de irse por la tangente, se puede desde ya afirmar que está asegurado transitar ese ilusorio salto al paraíso que periódicamente se ofrece como cambio y que finalmente es la conocida alternativa, sólo justificable desde la estupidez de que hay que apoyar al menos malo.