Pocos hombres en la historia dominicana han dejado una huella tan profunda como la de Juan Bosch, terco y rebelde y a la vez intensamente humano. Su impronta figura profundamente marcada en cada espacio y lugar en los que le tocó actuar durante su vida activa como político y literato.
El golpe de estado cívico-militar que le derrocó el 25 de septiembre de 1963 le negó al país una experiencia democrática que le costó después un largo y sangriento periodo de inestabilidad y una extensa estela de resentimiento y amarguras políticas que marcaron la vida de esta nación por varias décadas.
Fue amado y respetado por sus seguidores con el mismo fervor con que le odiaron y temieron sus adversarios. Como otros líderes de su estatura, no inspiró sentimientos intermedios. Si algún rasgo de su recia personalidad sirvió para definirlo fue el de la intransigencia. Fue precisamente esa faceta de su indomable carácter el que le hizo resistir las tentaciones que le hubieran permitido enfrentar con mejor suerte las adversidades que la vida y sus enemigos interpusieron en su camino.
Su terquedad de permanecer fiel a sus convicciones le convirtió en un incomprendido. Era en realidad un ser extraño en una fauna política feroz y corrompida, Sus lecciones de moral ejemplarizadas en una vida metódica, desprovista de boato, serán bajo cualquier circunstancia uno de sus mejores legados a la nación que todavía hoy, 18 años después de su muerte, lamenta su partida.
Se le quiso endilgar siempre el pecado de temer al poder como una de sus grandes debilidades y flaquezas. Pero tal vez eso sea otro de sus grandes aportes a la conciencia política nacional. En el fragor de las ríspidas luchas partidarias, en etapas difíciles para el país, nadie se detuvo nunca a pensar si el desprendimiento que muchas veces mostró ante la posibilidad de ejercer el poder, fue el precio que él estuvo presto a pagar a cambio de mantenerse fiel a sus principios.
Si bien su corto paso por la Presidencia evidenció su alto nivel de incomprensión de la atrasada sociedad política dominicana de aquellos años inciertos, no es menos cierto que también resultó un incomprendido de esa sociedad, la que nunca alcanzó a entender el alcance de sus propuestas de reformas, simples e inofensivas, pero que en su tiempo constituyeron una real y verdadera promesa de cambio y transformación.
Con su muerte, acaecida en el 2001, el país perdió a una de sus más grandes figuras políticas de su tiempo y a un literato de expresión universal. En la cobertura de su sepelio, tras escuchar los pobres discursos de despedida de sus fieles seguidores, escribí que “nunca tan mala prosa sirvió para despedir a tan buen prosista”.