El vienes de dolores, aparte de ser una bestial novela, es la esencia misma del duelo. Contrario a toda predicción nada tiene que ver con el Cristo. Ciertamente el misticismo de la muerte de dios y el descenso a los infiernos (como tantos semidioses) y la lucha contra la muerte deben ser pasto para las loas pero eso no es suficiente. Cientos de campeones tienen la dicha de exhibir mejores cantos.
Tampoco puede confundirse el duelo con la incomodidad que queda con la rotundidad de la muerte (porque nada menos democrático que las leyes naturales, ahí no hay argumento que valga). No, nada que ver con esa aburrida acepción de llantos y rabias contra la propia futura verdad. Duelo al igual que agonía conllevan como estigma la lucha. “Un indio picado de viruelas, poco versado en lances caballerescos, creyendo que aquel guante morado se le había caído al Padrecito, lo recogió y lo llevo a la sacristía.” El duelo como lucha de semejantes.
“-¡Reto –continuó con gestos y ademanes de poseso- a los chimanes, a los brujos, a los hechiceros de Tierrapaulita, dicen que los hay grandes, y a Cadanga, ese demonio mestizo, mezcla de español e indio en su encarnación humana! ¡Aquí me tienen dispuesto a darles talla en cualquier terreno, a ese maldito Ángel Enemistoso, a sus seguidores, buhoneros de la mercancía más fácil de vender, la mercancía sexual que, anunciada en la envoltura de un grito de pavor, se convierte en algo más excitante…”
Indubitablemente el Padrecito no fue a cumplir el reto, un duelo de iguales en que la pequeña araña de los once mil brazos no tenía cabida. Por otro lado, o quizás el mismo, un duelo de antiguos amantes que se desuellan en la carne de los hechizos y sacristanías, ahí tampoco el extranjero Padrecito tenía existencia.
Con la cadencia del baile en una conversación de rancios enamorados se devoran los diablos; el Gallo y el Inmenso. Se curten a palos dos culturas, cortándose las entrañas con una cutre sonrisa, más tarde los historiadores con su saliva ocre llamará “encuentro de culturas” a esa lucha de leyenda. Los muertos, al menos allá, contarán la sangre que embadurna las catedrales:
“-y por eso, no son finados. Mientras yo viva y me llame como ellos se llamaran en la vida, no habrán muerto. Es una forma de magia lógica. Y no soy yo, mi buen señor sacristán, quien carga sus nombres. Son ellos, sus nombres, silabas y sonidos, los que me cargan a mí y me devuelven a antes del santo Kak o santo fuego, a tiempos más fáciles.”