Echar vainas se ha convertido en una pasión nacional. Pasión que se expande como la peste que nos mantiene sometidos a ritmo de toque de queda, fiestas clandestinas, permisos especiales, manos limpias y mascarillas preventivas.

El “Punto de Juan Isidro”, un lugar ubicado en la zona metropolitana de Santiago, es propicio para botar el golpe y que multiplica sus servicios en cafetería, car-wash y bar. El sitio es diferente a ese que estás pensando, lector. El de Juan Isidro es el punto para compartir con amigos o para hacer amigos.

Ahí me pecho, de vez en cuando, con Máximo Laureano, el periodista greñú que reporta para Acento.com desde Santiago y el Cibao.

A propósito, la greña de Laureano es una melena ochentosa, bien cuidada y de color negro como el azabache. No como la mía, que los años fueron degradando de tono amarillento a mechones gris como la ceniza. Ni como la del padre Nino Ramos que es una greña sagrada, aunque cimarronamente rebelde. Ni como la de Rafael Almánzar, que es una cabellera folklórica. Ni, sobre todo, como la del periodista Rafael P. Rodríguez, guedeja filosófica y de tanta hondura intelectual que le ha enmendado la plana al gran matemático y filósofo francés René Descartes.

Pues el otro día estaba compartiendo con mi sobrino Luis Alberto Cid, en el lugar citado. A dos cervezas frías de distancia, llegó Máximo Laureano con un chispeante tema nuevo:

— Al dominicano le encanta el echavainismo –, dijo. Echar vainas es algo natural en nosotros.

Luis y yo colocamos las sillas en la talvia, justo al frente del Punto, protegidos por dos vehículos estacionados equidistantes. El calor en la tarde era abrazador. Mi sobrino se puso medio chivo:

— Tío, dijo, ¿será que él cree que le estamos echando vainas?

— Para nada–, respondí. Son los efectos del calor, que la greña aumenta.

Entonces los dos greñudos comenzamos a desmenuzar las técnicas de lo que Laureano llama “el echavainismo” radical.

Pero los argumentos de Laureano eran como un foete. Tan contundentes que me vi forzado a filibustear al mejor estilo de aquel tiempo en que era un morado acabado de graduar del Círculo de Estudio. Le tiraba una ráfaga discursiva y, cuando Máximo iba a contestar, excúseme de nuevo, interrumpía.

El debate estaba en su mejor momento cuando nos percatamos de la hora. El toque de queda se acercaba, aproximándose peligrosamente. Cada uno partió a sus casas.

Desde entonces las manos me pican. En ocasiones, incluso hasta me sudan cuando reviso las notas que tomé, loco por compartir un chin de la conversación. Aquí va una muestra.

La policía detuvo a un médico, quien se desplazaba en su carro, en pleno toque de queda. Resultó que el galeno estaba borracho. Todo él, salió de su vehículo y mostró, con actitud de echar vainas, el permiso que le confiere libertad de tránsito a cualquier hora.

– El toque de queda no es para mí –, escupió.

Un sargento, con esa cortesía, profesionalidad y respeto que hace gala la Policía Nacional, le propinó una pescozada que lo privó de aliento y lo empujó y subió al carro de la institución, a fin de que fuera a echarles vainas a los cientos de reclusos preventivos hacinados en un cuartucho.

Y es que los que por su trabajo tienen un permiso, esperan a que llegue la hora del “none” para salir. Si en el ir y venir alguien les advierte, ese es el momento exacto de echarle vainas al intruso.

— No te preocupes pana, yo tengo permiso, puedo salir a la hora que me dé la gana –, dicen.

Igual pasa con aquellos echa vaineros cuando compran unos tenis. Buscan ansiosos el momento para que los amigos sepan que están estrenando. Si los ignoran, se sueltan los cordones, se sacan los tenis, zapatean, etc. Y si todavía persisten en la indiferencia, gritan:

— A mí no me gusta estrenar, porque los zapatos nuevos son muy molestosos. Entonces los amigos se asombran:

– ¡Diablos! el tipo está pisando arañas –, gritan.

El cambio de celular resulta también un acontecimiento. Si el Smartphone – esos teléfonos más inteligentes que el dueño — es el último modelo del mercado, no hay quien aguante las vainas del dominicano. Arman una juntadera intensa. Van al drink, al colmadón, a la disco.

En el momento indicado comienzan los malabares para que los comensales sepan que tienen una máquina nueva. Lo ponen en la mesa donde están las bebidas –cuidado si me mojan el teléfono –, advierten a seguidas. La acción se repite una y otra vez. Los chats son más frecuentes.

Pero si todavía no se percatan se llaman a ellos mismos y responden como si del otro lado los estuvieran escuchando.

— ¡Helouuu! –, responde uno de ellos, emocionado. Dímelo pana, dame luz. ¡Qué! cómo va a ser esa vaina. ¡No! no puede ser, yo no he visto llamadas tuyas hoy. Tú sabes que yo respondo y, si eres tú, con más razón todavía.

Ya consciente de que todos están pendientes:

— ¿Sabes qué? mi pana –, dice. Es que cambié el teléfono por uno súper moderno y es tan discreto que ni me doy cuenta cuando suena.