El hombre abusa del libre albedrío en estos tiempos sombríos. Anhelamos salir. Y cuando lo hacemos nos enmascaramos por dos razones: evitar el contagio del virus y escurrir el bulto a la policía.
Confieso que la encerrona afectó esta columna. Al principio de la pandemia había gran confusión en el mundo, porque no se sabía cómo se transmitía el virus. Si por las superficies o por el aire.
Desde el inicio seguí a pie juntilla las recomendaciones de la OMS y hasta el patio de mi casa me resultaba sospechoso. Sí, me tranqué a hacha y machete. No por miedo a enfermar y firmar con los carmelitas. Eso jamás. Era que si enfermaba podría contagiar a los míos. Ése era mi miedo, un miedo altruista, y no otro.
¿Por qué culpo a la pandemia de perjudicar ésta columna? Porque ella tiene un coautor. Y ese coautor tiene nombre: se llama pueblo.
Un lector atento se dará cuenta que mis entregas tratan sobre la cultura cotidiana, las costumbres de la gente de a pies. Hay un empeño en ser un eco de las voces de la calle.
Pues hace unos días me pasó algo que me da vergüenza contar. Y me ocurrió por esa sed insaciable mía por curiosear. Ese deseo intenso de contarles a mis lectores pequeñas historias calientes, como la talvia tendida al sol.
Eso buscaba por Pueblo Nuevo, cuando vi a una perrera de la policía en una esquina. Los agentes subían a unos muchachos en ella. Reaccioné mirándome la muñeca izquierda. ¿Qué hora es? Pero lo que vi fue el guillo artesanal, porque no uso reloj de pulsera. Suerte que tenía a mano el teléfono celular. Todavía faltaban dos horas para el toque de queda. No sabía lo que pasaba, entonces uno de los jóvenes gritó: “yo no tengo cuartos para comprar tapa boca”.
¡Ah!, me dije. Están recogiendo a los que andan sin mascarillas.
Miré a todos lados y no encontraba qué hacer, pues yo era uno. Perdí la mía. Pero de pronto me fijé, que en el patio de la casa de la calle Dr. Llenas, próximo a donde estaba, había ropas tendidas al sol que se columpiaban al compás del viento sobre unos cordeles de plástico.
Al instante se me prendió el bombillo. Me dije:
— Con una pieza de esas, me hago una mascarilla.
Miré por todas partes. No vi ni un alma en mis alrededores. Entonces entré por un angosto callejón y me dirigí hacia allá.
Salté una pared de block, como de un metro de altura, y crucé al patio.
De inmediato corrí en puntilla, alcancé el primer cordel, tomé la pieza de ropa más pequeña que había allí y me la metí en el bolsillo derecho del pantalón.
Cuando ya me disponía a regresar, volteé de nuevo, tomé otra diminuta pieza, y me la metí en el bolsillo izquierdo, por si acaso.
Regresé otra vez en puntilla, salté la pared, volví a mirar por todos lados. Nadie me vio ejecutar ese pequeño, inofensivo e inocente robo.
Tenía –debo decirlo–, el corazón acelerado como un caballo a galope, tun tun tun. Me reventaba por dentro. Respiré tres veces profundo para apaciguar al agitado animal, mientras sacaba la pieza del bolsillo derecho.
Asombrado vi que era un pantis color verde. Un pantis de seda pequeñito, pero tan diminuto que se me resbaló. La braga cayó al suelo cual ranita coquí.
Me quedé con la boca abierta, fascinado por la economía de medios de la industria textil de la postmodernidad. Con un pedacito de tela así –póngase el índice y pulgar de las dos manos muy cerca–, hoy día se viste la intimidad de una docena de mujeres. El dianche, dije.
Me abajé, lo cogí, me lo puse como mascarilla. Pero no daba para taparme por completo la boca y la nariz. Entonces le di media vuelta para colocármelo de manera vertical. No hubo suerte. Me quedaron las comisuras de los labios y las aletas de la nariz casi afuera.
Saqué la otra pieza que tenía en el bolsillo izquierdo. Caí en cuenta que también era un pantis de seda suave como el otro, pero de color rojo.
Entonces me acomodé el verde tapándome la nariz; y el rojo, la boca. Fue una tarea fácil porque me pasé por las orejas los cordeles de tiro que eran como hilos dentales.
Ahí estaba yo con mi mascarilla de dos piezas, listo para salir del apriete. Me imaginé que tenía la bandera del PTD en la cara: verde de fondo con la flor de la cayena roja, encima.
Salí por fin envalentonado del callejón. Miré a lo lejos, hacia la esquina, pero ya la policía se había ido. Sólo una mujer con grandes rolos en la cabeza, en bata estampada y chancletas, cruzó la calle. El ruido de un motor sonó a mis espaldas. Era un motoconcho. Contraté al motorconchista para que me sacara de ahí cuanto antes.
Cuando llegué por fin a casa, de pronto mi hermana me vio. Con los ojos, la boca y los brazos bien abiertos, me preguntó:
–¿Miguel Ángel qué haces con esos colalés en la cara?
— Tranquila, le dije. Lee mi columna el sábado y sabrás.