Nada nuevo se comenta al decir que tras el derrocamiento de Bosch el día 25 de septiembre de 1963, la República Dominicana fue gobernada por un triunvirato que fue encabezado –en su primera formación– por los señores Emilio de los Santos, Ramón Tapia Espinal y Manuel E. Tavares Espaillat. Lo que podría resultar poco conocido en las generaciones más jóvenes es el particular régimen de excepción que marcó los últimos días de dicho año y la afectación a los derechos de los ciudadanos que se cubrió con un muy corto manto de burda legalidad.

Acaecido el golpe de Estado en las primeras horas de la madrugada del 25 de septiembre, la población fue informada del mismo mediante un comunicado suscrito por la cúpula militar que lo encabezaba (cuenta el periodista Miguel Guerrero en su obra “El Golpe de Estado” que la noticia fue difundida minutos después de las siete de la mañana por Radio Santo Domingo, la planta oficial del Estado y una cadena de emisoras). Con este se anunciaba la fáctica derogación de la Constitución de abril, la disolución del Congreso y la vigencia de la Constitución de septiembre de 1962. Al amparo de la misma se estableció el triunvirato y sus miembros encarnaron las actuaciones de Estado atribuidas tanto al Poder Legislativo como al Poder Ejecutivo.

El artículo 117 de la Constitución de 1962 establecía que una vez proclamadas las presentes reformas constitucionales, las atribuciones que esta Constitución confiera al Poder Legislativo, y por tanto, al Senado, a la Cámara de Diputados, a ambas Cámaras y a la Asamblea Nacional, así como las que confiera al Poder Ejecutivo, serán ejercidas por un Consejo de Estado que durará en sus funciones hasta el día 27 de febrero de 1963. Procurando el inaplicable vigor de tal texto normativo, los miembros del triunvirato emitieron, por igual, leyes y decretos. En el marco de este ejercicio, se evacuaron una serie de normas entre octubre y diciembre de 1963 con el objetivo de limitar el derecho de asociación y reunión, la libertad de expresión en relación a determinadas ideas políticas, así como la libertad de tránsito, en el sentido de no permitir la entrada al país de quien estuviese ligado al “pensamiento político no deseado”, entre otras restricciones.

Mediante la Ley No. 6, de fecha 8 de octubre de 1963, el Triunvirato prohibió la organización, existencia y actividades de los partidos comunistas, y en general, de toda asociación, entidad, partido, facción o movimiento, que persiga destruir el orden jurídico, la implantación en la República Dominicana de un régimen opuesto a la democracia o que atente contra la soberanía de la nación. También se prohibía la entrada al país de dominicanos y extranjeros relacionados con partidos similares en el exterior. El artículo 5 de la referida ley disponía como castigo de su violación la prisión de tres meses a un año y con la privación de los derechos señalados en el artículo 42 del Código Penal por el término de uno a cinco años.

El artículo 3 de dicha ley, sería modificado por la Ley núm. 70, de fecha 29 de noviembre de 1973, agregando a la prohibición toda propaganda verbal, radial, escrita o en cualquier otra forma de carácter comunista. Como si lo anterior no bastase, al día siguiente se emitió la Ley 71, en la que se extendió el hecho constitutivo del delito a los dueños o administradores de los medios que permitiesen tal divulgación.

En el mismo tenor, mediante la ley 39, de fecha 31 de octubre de 1963, se dispuso la suspensión, por el término de treinta días, en todo el período nacional, el derecho de reunión y de asociación consagrado por el inciso 8 del artículo 8 de la Constitución. Como consecuencia se prohibió en todo el territorio nacional las manifestaciones, asambleas, desfiles y piquetes. Esta vez las sanciones establecidas fueron la pena de diez a treinta días de prisión correccional o multa de 20 a 60 pesos.

Posteriormente, mediante la Ley núm. 77, de fecha 2 de diciembre de 1963, se declaró ilegal, con todas sus consecuencias, la agrupación política “14 de Junio”. Pero como cereza del pastel, la Ley núm. 99, de fecha 19 de diciembre de 1963, suspendió importantes prerrogativas del debido proceso en el ámbito penal, con lo que se podría “legalmente” prescindir de orden motivada de un funcionario judicial competente para la detención de un ciudadano sin la excepción del flagrante delito; la garantía del habeas corpus y otros temas afines consagrados en los literales b, d y e del numeral 2 del artículo 8 de la Constitución impuesta. Esta norma afectaba específicamente a quienes violasen determinadas normas del Código Penal o quienes estuviesen detenidos por desobedecer las leyes que prohibían el comunismo y lo que se denominó actividades anarquistas, subversivas, actos de terrorismo y huelgas ilegales.

En términos normativos, el triunvirato actuó escudándose en los numerales 7 y 8 de del artículo 38 de la Constitución de 1962. En términos políticos, señaló que el Estado estaba obligado a garantizar la paz pública y que las “actividades Castro-Comunistas” pretendían subvertir el orden jurídico, la estabilidad política y económica de la nación. Evidentemente, estas actuaciones eran impropias de una idea, aún vaga, del constitucionalismo liberal, incluso en el marco de la norma constitucional vigente, una impuesta por la fuerza y no surgida como fruto del consenso.

Todo luce indicar –y que me libren las fuerzas celestes del sarcasmo– que los golpistas preveían estas actuaciones cuestionables: en una redacción particularmente irreverente a la idea de la legalidad, la legitimidad y el Estado de Derecho, habían sostenido en el comunicado que se leyó en la mañana del 25 de septiembre que se declara en vigor la Constitución del 17 de septiembre de 1962, bajo cuyo imperio se realizaron las pasadas elecciones, salvo en lo que sea contraria a los propósitos de los presentes pronunciamientos. Quizá se trata del único caso en el que la “autoridad política” no solo previó violar la Constitución, sino que anunció públicamente su disposición a hacerlo.