Este año ha estado tímido el tradicional homenaje que la prensa solía dedicar a la gesta liberadora del treinta de mayo. Tampoco se esforzaron la radio ni la televisión. Esa épica, que inaugura democracia y concluye barbarie, parece perder importancia. O se la quieren hacer perder. Todo indica una particular edición histórica que favorece acontecimientos a desmedro de otros. Sugiere una narrativa impuesta al gusto de determinado sectores.

Sospecho, fruto de estrategias y  mezquindades, que ningunear el ajusticiamiento del sátrapa se ha convertido en tendencia. Quizá, censurando el pasado, algunos anden interesados en fungir de herederos y representantes únicos de únicas  epopeyas. Esa sospecha me ha permitido entender una parte del discurso pronunciado por una novel opositora al PLD: " Que no haya nunca más en la patria de Duarte, de Sánchez, de Mella, de Luperón, de Manolo, de las Mirabal, de Caamaño…“ Es una  lista conveniente,  selectiva, que escoge  protagonismos a la medida.

Basta con prestar atención para percatarse de que en este país ejerce una  franquicia de heroísmos: otorga y suprime méritos,  certifica paladines y decreta villanos eliminando grandezas a su antojo. Es un sanedrín que insiste en hacernos creer que la republica comienza – sin un antes ni un después – en la revuelta constitucionalista  de 1965, maniqueísmo encerrado en una sola gesta y una sola doctrina. 

Si a esa franquicia añadimos el interés del partido gobernante por mantener la falsedad de que entre ellos todavía existen honorables patriotas de aquella época, y si tomamos en cuenta el esfuerzo trujillista por silenciar y edulcorar treinta años de degradación, crimen y complicidades, entonces, resulta creíble que entre nosotros exista una logia variopinta especializada en apocar al grupo de titanes que decapitó la tiranía.

Sin ese caluroso 30 de mayo del 61, no habría podido haber un flamígero abril del 65. Sin ese antes no pudo haber ese después. No fueron pocos los  que se reivindicaron en  las trincheras de Ciudad Nueva combatiendo al lado del pueblo: hombres dignos que  hoy habrían sido recordados como esbirros al servicio de la ignominia, a no ser porque ya para entonces había desaparecido la sumisión  degradante y la orden represiva. 

La proeza del héroe se mide en la magnitud del sacrificio al servicio de causas nobles. Puede ser un acto único o la trayectoria de una vida. Corresponde a  historiadores objetivos desglosar los hechos. No pueden hacerlo cronistas contaminados por la pasión. 

Ylonka Nacidit, investigadora y escritora mayor, en su enjundioso y reciente ensayo sobre Américo Lugo, reflexiona sobre la historia: “… se materializa sin sesgos cuando menos lo esperamos; va paralela entre el ahora y el después, entre el antes y el hoy, entre los de arriba y los de abajo, entre los protagonistas con máscaras o desnudos y los testigos ocultos…”

Las franquicias de heroísmo quiebran: el imperativo de nuevas circunstancias políticas las destruyen, otros personajes traen otros relatos, surgen necesidades y mezquindades diferentes. Al final, así lo veremos, cada treinta de mayo  colgaremos banderas en los balcones celebrando, sin censura ni dogmas, esa hazaña de incuestionable grandeza.