Desde semanas atrás se ha hecho creciente la percepción de cierto grado de cansancio en la sociedad respecto al toque de queda. Esa fatiga no excluye  clase ni  condición social. Hemos podido escuchar que unos manifiestan la queja por primera vez y otros la reiteran con mayor encono. Aunque no contamos con mediciones, tipo encuesta, que califiquen el malestar de manera objetiva y nos entregue datos de su intensidad y fuentes demográficas, lo cierto es que las redes sociales, fenómeno de la época, reflejan esa desazón.

El estado de emergencia que vivimos desde marzo del año pasado se acompaña de algún tipo de toque de queda cada vez que un nuevo decreto lo prorroga. Se busca conseguir dos propósitos fundamentales: la gestión sanitaria en torno a la pandemia y la administración adecuada de la salud económica de la nación. Manejar la COVID-19 no ha sido tarea fácil para ningún país. Ese cometido se complica y se convierte en un enorme desafío en países donde hay alto desempleo, pobreza, baja escolaridad y escasa conciencia ciudadana.

El agotamiento de las personas debido a las restricciones sociales, las limitaciones en su estilo de vida, la falta de perspectivas seguras al curso de la pandemia y el agravamiento de la economía personal, familiar y del país, tiene un correlato directo con el deterioro de su salud mental. Por un lado estimula la aparición de cuadros preexistentes por otro sabotea la mejoría de los trastornos presentes. Así, problemas de depresión, ansiedad en cualquiera de sus formas, trastornos del sueño y otros cuadros más graves, se complejizan en sus síntomas y en las maneras para tratarlos.

En el caso de personas que no tenían un problema de salud mental de base, la prolongación de las restricciones que han violentado de manera radical su estilo de vida, la mella en su economía, la incertidumbre que se crea al no tener certeza del curso de la epidemia han provocado la presencia de síntomas y perturbaciones del campo mental. Se consignan múltiples estudios, nacionales e internacionales, que así lo evidencian.

La fatiga social a la que hacemos referencia debe ser motivo de atención por nuestras autoridades. El desgaste emocional de las personas ha provocado una disminución de las capacidades para sobreponerse al momento crítico que estamos viviendo. Si la sociedad no tiene las habilidades para adaptarse a los nuevos escenarios le corresponde al Estado crear las condiciones para que así sea.

La paz, sea esta la personal, la familiar o la social, inicia con una buena comunicación. Le corresponde al gobierno brindar las informaciones pertinentes para entender la complejidad de la inédita situación que afrontamos. Una vocería diáfana y creíble es fundamental para lograr esa comunicación.

Si bien el gobierno tiene una cuota fundamental para impedir el progreso de la epidemia y mantener a flote a la economía, ese acto de malabarismo no puede hacerlo solo. Corresponde al cuerpo social apoyar la gestión de la crisis y aceptar las directrices dirigidas al control de los estragos de la pandemia. Existen mecanismos democráticos para levantar las voces ciudadanas de rechazo a las medidas gubernamentales. Se puede hacer uso de esa prerrogativa. Es deber del gobierno escuchar esos reclamos y actuar en la medida que sus posibilidades lo permitan. La verdadera democracia tiene su asidero cuando se establece esa doble vía de comunicación y se actúa buscando el bien común.

El cansancio social es una realidad que aunque no se distribuye de forma igualitaria, porque sus consecuencias dependen de factores como el económico y el social, impacta a todos. Es entre todos, gobierno y sociedad, que debemos trabajar para afrontar la adaptación a esta nueva realidad, cada quien jugando el rol que le corresponde con responsabilidad y compromiso.