¡Cuántas historias les podría compartir de nuestro querido nuestro querido Gordo Oviedo!
Les podría contar de la alegría y sinverguencería que inundaba CIPAF en los años ’90 cuando el Gordo llegaba a visitar a sus canchanchanas Magaly Pineda, Sagrada Bujosa, Amparo Arango y tantas otras y nosotras las “pichoncitas” de feministas nos reíamos a más no poder con sus explicaciones del programa político de “la izquierda erótica”.
O les podría hablar de su generosidad sin límites con la gente querida y la gente por conocer. Generosidad de historias, generosidad con la información, generosidad con el amor y la amistad.. Como cuando le entrevisté sobre la historia del Palacio de la Esquizofrenia (sí, la disque Cafetería El Conde) para mi reportaje para la revista Zoneo y me contó cómo la Esquizofrenia era uno de sus lugares favoritos para celebrar de manera deliberada y regular la amistad. Sin importar partidos ni creencias, sus amigas y amigos éramos, además de su familia, su logro y tesoro más importante y nos lo recordaba sin dudar.
Hasta les podría chismear un chin de cómo nos quedamos con las ganas de fiestar juntos en Brasil cuando nos enteramos, muchos años después, de que habíamos estado allá al mismo tiempo: yo haciendo trabajo de campo en São Paulo para mi tesis de maestría y él en el cuerpo diplomático en Brasilia representando al país.
Quizás podría tratar de explicar la emoción con la que leí el último mensaje que me escribió por mi cumpleaños en mi muro de Facebook hablando de lo orgulloso que estaba de mí. Y cómo se me aguaron los ojos al leerlo porque el Gordo solo nos hablaba con el corazón. Hablaba y quería como quería hablar y querer.
Les podría contar tantas cosas, de tantas veces que estuvimos a punto de perderlo, de tantos silencios y susurros en tantas clínicas con el miedo en el cuerpo pensando “y si ahora sí…” Pero él como el moriviví volvía trajeadito y sabroso y nos regalaba otra tarde en la Zona con su sombrero y su bastón.
Pero no, mejor les dejo con mi historia favorita, la que más necesito recordar ahora que se nos fue el Gordo porque me hace reír como siempre me hacía reír estar con él. La historia de cuando me vió llegando a Lucía con un pretendiente y puso inmediatamente cara de alerta de “tío oficial de la izquierda revolucionaria”. Cuando lo fui a saludar no me dejó ni terminar la frase y de una vez me preguntó “¿Y ése quién eeeeeeeees?” Y no satisfecho con mi respuesta lacónica de “ah, un amigo” se pasó la noche supervisando nuestra mesa bastón en mano con cara de: “si este tíguere inventa cualquier cosa, vamos a tener problemas, que no me haga llamar a Arsenio y a Yluminada ahora mismo”.
Y recuerdo tu cara Gordo querido y me río y lloro y río y lloro otra vez.