En mi novela “Pisar los dedos de Dios”, de 1979, hay un exergo de Alexander Blok que a mí me pareció una bella síntesis poética de la perversión de la historia que entonces protagonizábamos: “Los que nacieron en épocas oscuras/ no recordaban su camino/ nosotros, hijos de los años de espanto/ no podemos olvidar nada”.

El escenario de la gran movilidad social era entonces un juego de finalidades subalternas, sólo que nosotros no lo sabíamos. Hay un momento efusivo de la historia, en el que la representación toma como objeto al deseo mismo. Lo que andaba desatado en las calles de Santo Domingo, a partir de 1961, era la figuración inflada de un deseo, una idea o una ilusión de libertad. Nosotros, los hijos de los años de espanto, desplegábamos frente a la historia objetiva la expectación de un anhelo que nos parecía natural después de treinta y un años de tiranía. Era un anhelo tranquilo y violento, sobre el que se edificaría la estúpida y trágica historia de nuestra aventura espiritual, el largo martirologio de nuestras vidas de pequeños burgueses, recién salidos de una espantosa tiranía de treinta y un años.

Esa tragedia se convirtió en  un signo, que  los intelectuales (tan traidores a sí mismos) han esbozado en versos y narraciones, tan quejumbrosos, que a la luz del resultado de la historia actual, puede parecer inútil; pero que sin embargo da pistas sobre la perversión de la historia a la que me refería al principio.

¿En qué consiste esta perversidad?

En una distinción púdica de que todo ha cambiado, pero todo sigue igual.  Un hombre multitudinario y complejo, que confesaba tumultuosamente este anhelo, se refugia en sí mismo y suspende la verdad cotidiana. Es como si todo se cerrara sobre sí mismo. No hay miseria, no hay hambre, nadie está necesitado de solidaridad. Vivimos el mejor de los mundos posibles. Un cínico inimaginable nos gobierna en pleno siglo XXI.

El entreacto de esta ilusión subleva, pero nadie lo admite. Balaguer, para los años en que yo acuñé el exergo de Alexander Blok, dominaba la escena con los símbolos agobiantes del absolutismo, los mismos que en el esplendor inalterable de aquellos años de lucha rechazábamos.  ¿Cuál de nosotros no se sublevaba de tan solo ver bajo el sombrero gacho de su mansedumbre, la más fiera pasión escondida? ¿Quién no se asqueó del imperturbable cinismo con que se proclamaba “el único”, “el insustituible?  ¿No era su desenfrenada  ambición de poder, la fuente de toda la corrupción que lo rodeaba? ¿No se jugó este hombre toda su opción de gozo en el placer de poder decidir el destino de muchos? ¿Cuáles eran los límites, los escrúpulos ante los cuáles se desarmaba sus ansias de “seguir en el palo”?

Todo ha cambiado, pero todo sigue igual.

Ayer escuchaba un discurso de Danilo Medina y regresaba al pasado. El mismo cinismo, la misma vocación de ungido, la misma fiera pasión por el poder, el mismo asco, y la misma perversión de la historia que lo hace creer tocado por los dioses, únicamente porque maneja el dinero de los contribuyentes. Y descubrí que todo regresa. Marx, corrigiendo a Hegel, lo escribió: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia, y la  otra como farsa”. Ahora vivimos la farsa de la dictadura. Danilo Medina encarna la dictadura de nuestro tiempo, es un dictador cuya construcción finge no serlo. Brota de unas “elecciones”, pero es la replicación farsesca de la legitimación, la repetición en clave cómica de la historia de toda la atmósfera dictatorial que hemos vivido. Como dictador Danilo Medina solo podría dar risa, pero ése es el peligro porque un hombre que acopia el poder absoluto en un país (“Mi Congreso, Mis Alcaldes, Mi Partido, Mi presupuesto, Mis guardias, Mi Justicia”, etc), podría retrotraerse a una época que hemos creído fenecida, pero que cada vez parodia aquí al demócrata, y allí impone al dictador. El mejor ejemplo: las “elecciones” que prostituyeron las instituciones, y segaron el breve espacio de democracia construido con dificultad después de la muerte de Trujillo.

¡Oh, Dios, esta maldita historia circular a veces nos agobia!  Incluso a nosotros, los hijos de los años espanto, que no podemos olvidar nada.