Hoy he querido tocar un tema poco abordado: El temor a envejecer. Esa sensación difícil que nos sobrecoge cuando las primeras canas se posan en nuestra cabellera delatando de alguna manera que ya no somos tan jóvenes.
Tenemos un sistema educativo que posiblemente enseñe cómo manejar la niñez y la juventud, pero no la vejez y es así como ella, la edad, se encarga de aguarnos la fiesta cuando aspiramos a un gran final.
Las canas las aceptamos por moda, pero no por edad. Si surgen por la edad comienza el pánico y pasamos horas ante un espejo procurando retirarlas de nuestra cabellera y cuando se han multiplicado le agregamos una nueva función a nuestra pareja: la de sacarnos las canas. Luego vendrá el tinte y las mil estrategias hasta que ya no nos quede otra opción que reconocer nuestro irrefutable paso a la vejez.
Como un extraño aforismo decimos que los años no perdonan, cuando es todo lo contrario. Los años nos aportan una claridad diferente ante la vida, conforme nos van pasando vamos aposentando en lo profundo del alma vivencias que nos servirán para recordar qué tan tontos fuimos ante un problema que nuestra naturaleza humana exageró y que podía solucionarse muy fácil.
La vejez es esa guadaña que nos persigue como la sombra, a la que no podremos escapar por más cirugías estéticas o por más cremas para las arrugas que usemos.
Con la vejez nos llegan los sin sabores. El hombre experimenta la disminución fatal de su virilidad, metáfora desgastada del machismo mal habido que nos habita. La mujer se enfrenta a una menopausia que aparte de calor produce miedo por ser el principal signo de que se ha comenzado a envejecer.
La nostalgia parece cubrir las pupilas de nuestros ojos aflorando alguna lágrima de impotencia o de alegría según sea el caso.
El solo hecho de sentir disminuidas nuestras facultades físicas nos hace lamentarnos ante lo vigorosos que éramos, nos consume el alma tener que depender de nuestros hijos o del gobierno cuando dependíamos de nosotros mismos en un país donde la seguridad social no termina de arrancar.
Precisamente ayer domingo un periódico de circulación nacional presentaba el caso de una señora de 105 años de edad cuyo único sueño es no morirse sin ver construida su casita con piso y que ella y sus hijos, todos analfabetos, aprendan a escribir su nombre. ¿Es posible que algo tan sencillo sea tan difícil de cumplir en un país donde los políticos saquean el estado en cada gobierno?
Llegar a viejo en este país es una odisea. Los ancianatos son muy caros, y si no tienes alguna pensión o hijos agradecidos la tristeza pasa a ser tu gran compañera.
A pesar de todo ello también la vejez puede ser hermosa si se ha vivido las demás etapas de la vida apegados a valores que no perecen y eso me lo hizo entender una doña iletrada en un campo de mi pueblo. Esta mujer, la más vieja del campo, era el centro de atracción, siempre estaba rodeada de gente y todo el mundo la quería. Al preguntarle cómo hacía para vivir tan feliz a sus 101 años de edad, su sentencia fue breve pero eficaz.
“Mire amigo en la vida lo que uno tiene que hacer es estar en paz con Dios, no hacerle daño a nadie y criar los hijos pa´que sean buenos no con uno, sino con la sociedad”.
Desde ese día entendí que el secreto para una buena vejez es un pacto honrado con la vida.
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