Leí con satisfacción el anuncio de un teleférico para mi patria chica. De inmediato me imaginé como Juan Antonio Alix recitando décimas en la Estación Central, contemplando la telaraña que opacaría las tejidas por Spider-Man en el universo Marvel. Me alegré tanto por las posibles ventajas de agilización del convulsionado transporte urbano plagado de carros de concho y taxis unipersonales, como por las posibilidades de desarrollar una línea de horizonte singular e irresistible para turistas, a falta de un espléndido litoral.

Lo teleféricos fueron concebidos inicialmente para conectar la civilización urbana con remotos y, regularmente empinados, parajes, otrora destino de los más aventureros. El primer sistema de transporte aéreo por cables fue construido en 1907 por Leonardo Torres Quevedo​ en la ciudad de San Sebastián, para que la aristocracia española accediera la cima del monte Ulía. Entre los más famosos destacan el de Manizales y Mariquita, el más largo de la historia, con una longitud de 73 kilómetros que funcionó desde 1927 hasta 1961; el que une las ciudades bolivianas de La Paz con un recorrido de 30 kilómetros; el del Cañón del Chicamocha, Colombia, el más largo del mundo de un solo tramo de 6.3 kilómetros; el de Mérida, Venezuela, el más alto del mundo que alcanza una altura de 4,765 metros. No puedo dejar de mencionar el “bondinho” del Pan de Azúcar, el teleférico que une los distintos morros que se elevan al borde del mar en la bahía de Río de Janeiro en un recorrido de 1,400 metros, y cual, pensando en los cristos en las cimas montañosas, acaso sirvió de inspiración al construido en 1975 en la loma Isabel de Torre, con un recorrido de 1,303 metros desde el cual se disfruta la vista de las prístinas aguas que acarician las costas de la novia del Atlántico.

Como solución de transporte público, la historia de los teleféricos inició con la inauguración del Metrocable de Medellín en 2004. Lo reciente de su aplicación la movilización masiva de pasajeros se explica porque en los entornos urbanos deben construirse torres elevadas para sortear los altibajos de horizontes abruptamente interrumpidos por edificaciones que buscan sacar provecho vertical para apartamentos y centros comerciales. Pienso que el uso citadino más aguerrido, y quizás más justificado, ha sido el de llevar atisbos de paz y progreso a las populosas y marginales comunidades o favelas enquistadas en empinadas montañas próximas a grandes ciudades suramericanas.

Unos de los teleféricos más entrañables y secretos se encuentran en la ciudad de New York. Pocos de sus residentes nativos, y menos los cientos de miles de dominicanos que visitan y habitan la gran urbe, lo frecuentan o conocen.  Entre espectaculares rascacielos se desplazan cabinas vertiginosas paralelas al puente Ed Koch Queensboro, atravesando las aguas del East River hasta y desde la isla Roosevelt situada entre Queens y Manhattan, paralela a las calles 46 y 85. Agradezco su feliz descubrimiento al poeta e investigador Esteban Torres que, en su anhelo de recuperar la idílica inspiración caribeña, descubrió en medio de la selva de concreto este singular oasis de apenas 3,2 km pletórico de espacios verdes, instalaciones deportivas, edificios de lujo y que alberga el campus de la universidad de Cornell.  Escapados de las urgencias de la modernidad recuerdo que leímos en voz alta, regocijados como en la película “Dead Poets Society”, el poema “Carpe Diem” profanamente atribuido a Walt Whitman:

“No dejes que termine sin haber crecido un poco, / sin haber sido un poco más feliz, / sin haber alimentado tus sueños. / No te dejes vencer por el desaliento. / No permitas que nadie / te quite el derecho de / expresarte que es casi un deber. /No abandones tus ansias de hacer de tu vida / algo extraordinario…”

En fin, celebro la sagacidad presidencial para empezar a movilizar a Santiago de los Caballeros hacia el futuro, al utilizar partes de los fondos ya aprobados para el teleférico capitalino de los Alcarrizos, que fue simplificado al decidirse la ampliación de una línea del Metro. Fue una afortunada carambola que además promete poner sobre rieles la transportación terrestre de mi querido lar natal. Me alegraré más cuando terminen los estudios de factibilidad encargados al Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) de una red ferroviaria nacional para carga y pasajero que iniciaría con el tramo Santo Domingo y Santiago. Unir la capital primada con el primer Santiago de América en menos de una hora permitirá un real y equilibrado dinamismo de desarrollo que nos obligará a pensarnos a los dominicanos como un todo que se multiplica más allá del kilómetro nueve.