El Tribunal Constitucional (TC) tiene la última palabra respecto a la constitucionalidad de las disposiciones de la ley electoral y de la ley de partidos que sancionan el transfuguismo. Esto así no porque sus jueces sean infalibles sino porque es la instancia definitiva en el plano nacional en materia constitucional. Es cierto que, de repente, ahora, sin aviso doctrinal ni jurisprudencial previo, algunos juristas insólitamente pretenden que las decisiones vinculantes del TC no surten ningún efecto respecto a situaciones jurídicas bajo el imperio de decisiones del Tribunal Superior Electoral (TSE). Esa posición, sin embargo, es jurídicamente muy endeble y debatible, pero ya llegará el momento de discutirla cuando el TC se pronuncie, a menos que se de el escenario deseado por algunos de que no se logre mayoría agravada para decidir, con todo lo que ello erosiona al TC.
Que el TC tenga la última palabra en esta materia parecerá a algunos que no se compadece con la democracia. Se afirma que no es justo, desde la óptica democrática, que jueces que no están democráticamente legitimados puedan anular la decisión del pueblo soberano representado en el Congreso Nacional o que puedan dirimir un asunto estrictamente político que debe ser resuelto por los canales institucionales de la democracia. Incluso hay quienes buscan revivir la peligrosa corriente de las “political questions” de la jurisprudencia estadounidense, los “actos de gobierno” o los “actos políticos” del Derecho europeo e iberoamericano. Pero lo cierto es que, en un Estado Constitucional de Derecho, como lo debe ser el dominicano por mandato constitucional, no hay nada político ajeno al poder jurisdiccional. Por eso, en un buen Estado de Derecho la política se judicializa, que no es lo mismo que la politización de la justicia. En ese sentido, la creación y el funcionamiento de las Altas Cortes es un signo de la salud del cuerpo político dominicano, en la medida en que las mismas se legitimen mediante la razón pública expuesta en sus sentencias y asumida como racional por el auditorio de la comunidad de intérpretes constitucionales.
Vistos los argumentos de los juristas respecto a las normas antes citadas, es muy poco probable que el TC se decante por una declaratoria de inconstitucionalidad de las mismas. Esto así porque la presunción de constitucionalidad que cubre las normas legales, salvo aquellas que utilizan “categorías sospechosas” (raza, religión, etc.), no puede ser derrotada por argumentos que no se sostienen y que incluso no han querido ser debatidos en foros académicos y doctrinales y que solo han quedado a expensas de jaurías digitales que en modo alguno pueden sustituir la doctrina jurídica. El hecho de que los derechos políticos en tanto derechos fundamentales pueden ser limitados siempre y cuando se respete su contenido esencial y la razonabilidad; la evidencia de que en casi todos los Estados donde se celebran primarias en Estados Unidos existen leyes validadas por los tribunales que prohíben a los “malos perdedores” en una primaria ser candidatos por otro partido; la sistemática de las propias leyes en cuestión, la expresa intención del legislador, y el acoplamiento de la inhabilitación del perdedor con la estabilidad del partido, como valor constitucional a proteger; la propia jurisprudencia del TC, son todos argumentos muy poderosos y difícilmente descartables por los jueces constitucionales especializados.
Se trata de un delicado tema de ingeniería constitucional que es una rama del Derecho Constitucional no tan conocida como la dogmática de los derechos fundamentales, que requiere un instrumental jurídico de alta precisión y cuyos cultores más acabados en la República Dominicana han sido Milton Ray Guevara, en el sendero de la escuela francesa de Maurice Duverger; Julio Brea Franco (q.e.p.d.), tras las huellas de los italianos Paolo Biscaretti de Ruffia y Giovanni Sartori; y Adriano Miguel Tejada y Flavio Dario Espinal, dentro de la corriente angloamericana y germánica de Karl Loewenstein, Robert Dahl y Juan Linz. Si el TC anula las disposiciones que sancionan el transfuguismo del mal perdedor, se entierra la conquista democrática de las primarias, tan combatidas ayer por quienes hoy también se oponen a la proscripción del transfuguismo, y desaparecen para siempre los nuevos dispositivos de la ley de partidos. Tan sencillo como eso. Y lo que es peor: se envía el mensaje de que la ley no es igual para todos, que hay algunos ciudadanos que están por encima de las leyes, que esto no es una república sino una res privata de privilegios para una casta política o para un grupo de forajidos.