En el otoño del 2016 presenté una ponencia ante el tercer congreso del Tribunal Constitucional (TC) en la que afirmé que la Constitución austríaca fue el caldo de cultivo para que las mentes lúcidas de Carl Schmitt y Hans Kelsen se enfrascaran en la célebre polémica que ha servido de sustrato al constitucionalismo moderno sobre cuáldebía ser el Guardiánde la Constitución.

En su réplica a Schmitt, Kelsen afirmó: “la violación de la Constitución significa la verificación de un hecho que contradice a la Constitución, sea por acción o sea por omisión; esto último se da sólo cuando se trata del incumplimiento de una obligación o  de una falta de reconocimiento de un derecho concebido por un órgano de la Constitución”.

Es decir, que hay en el jurista austríaco una clara visión de que la infracción constitucional por omisión o “silencio” de los órganos del Estado representa un severo agravio a los principios de supremacía constitucional y de eficacia normativa de la Constitución.

Sin embargo, en su obra Teoría General del Derecho y del Estado, el mismo Kelsen señala que la omisión del legislador no trae aparejada consecuencias jurídicas, “…pues, hay una notable diferencia entre los preceptos de la Constitución que prohíben cierto contenido y los que prescriben un determinado contenido en relación con leyes futuras. Por regla general, los primeros tienen efectos jurídicos, no así los segundos. Si el órgano legislativo expide una ley cuyo contenidos están prohibidos por la Constitución, se producen todas las consecuencias que, de acuerdo con la Constitución, van enlazados a una ley inconstitucional. Sin embargo, si el órgano legislativo deja simplemente de expedir la ley prescrita por la Constitución, resulta prácticamente imposible enlazar esas consecuencias jurídicas”.

Kelsen no llegó, pues, a visualizar el Tribunal Constitucional como legislador positivo o “hacedor de leyes”, más bien su función se limitaba a expulsar del sistema jurídico aquellas normas que entran en contradicción con la Constitución, un “legislador negativo”.

Para el profesor Néstor Pedro Sagués no es lo mismo dictar sentencias que legislar: “el arte y la ciencia de legislar no es un trabajo para “amateurs” y una Corte Constitucional que quiera operar como legislador, aunque precario y suplente, puede no ser el órgano más adecuado para estas funciones, que en principio resultan anómalas al tribunal”.

En democracia, la actividad legislativa requiere debates, deliberaciones y confrontación de ideas entre los diferentes grupos políticos y la sociedad en sentido general, cuestión que no está dada a un tribunal.

En ese contexto, se pregunta, en qué medida asumir roles legislativos resulta perturbador para las tareas jurisdiccionales del tribunal y le puede sustraer de su trabajo ordinario, que es dictar sentencias?

Al promulgar la Constitución del año 2010, la República Dominicana dio un doble salto dialéctico: hizo el tránsito del Estado liberal al Estado Social de Derecho que se consolidó en Europa después de la Segunda Guerra Mundial y, adoptó definitivamente el modelo kelseniano de control de constitucionalidad en cabeza de un Tribunal Constitucional que está llamado a ser el Guardián de la Constitución.

Consecuentemente, un tema tan tangencial del Estado constitucional como las omisiones constitucionales del legislador no podía quedar a la deriva.

A juicio de Alan Brewer-Carías, sin duda que el Tribunal Constitucional dominicano “tiene potestad para controlar constitucionalmente las omisiones absolutas, a los efectos de no sólo poder controlar la supremacía de la Constitución frente a la omisión legislativa en regular mediante ley aspectos sustantivos necesarios para que aquella tenga efectiva vigencia, sino que para la defensa del orden constitucional y para la protección de los derechos fundamentales cuando la omisión legislativa pueda afectar su efectivo ejercicio”.

El procedimiento es el establecido por el artículo 36 de la Ley 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional, mediante la acción directa de inconstitucionalidad, “por acción u omisión”,  lo cual es reforzado por el artículo 6 de la misma que dispone que se tiene por infringida la Constitución “cuando haya contradicción del texto de la norma, acto u omisión cuestionado, de sus efectos o de su interpretación o aplicación con los valores, principios y reglas contenidos” en la misma.

Es obvio que  si el procedimiento es el de la acción directa, se trata de una omisión relativa, es decir, aquella en que el legislador aprueba la ley como acto formal, pero “ignora” derechos que hacen incompleta o insuficiente la norma.

Siendo así, el remedio vendría dado por las denominadas sentencias interpretativas, que le permiten al TC hacer una “cirugía constitucional” y valorar como compatible con la Carta Sustantiva la norma atacada en la medida en que su intelección y aplicación se hagan acordes con los criterios del tribunal.

La legitimación para la interposición de la acción sería, pues, la misma del artículo 185.1 de la Constitución, cuya interpretación se debe hacer al amparo de la sentencia TC/0345/19, que crea una especie de derecho fundamental a la supremacía constitucional.

Hasta el momento, este tipo de acciones han sido escasas, pese a los más de cuatro mil fallos que ha dictado el TC en casi una década. Su número sólo  alcanza dos sentencias: TC/0079/12 y TC/0420/16.