Por supuesto, este artículo no pretende  abordar el “tatuaje” como un tema del ámbito de la antropología cultural.  Si me ocupo de él es para aclarar o matizar un enfoque que sobre el mismo hizo la antropóloga social, Dra. Tahira Vargas, en un artículo publicado en acento.com el día 10 con el título: Tatuaje y estigma social.

En uno de sus párrafos dicho artículo dice: “La prohibición del tatuaje en centros educativos y espacios laborales es contradictorio con la naturaleza democrática de nuestra sociedad. Un tatuaje […….] o corte de pelo no define la conducta de las personas”.

Como la doctora T. Vargas no es una  “antropóloga de sillón”, sus opiniones tienen mucho peso en los círculos académicos del país. De ahí, que si ella se alineara  con la idea de flexibilizar  la escuela hacia la tolerancia de que los alumnos adolescentes lleven tatuajes, pues la institución escolar podría cesar su resistencia al mismo lo cual seria de alto riesgo para la integridad emocional de los escolares al pensar que un tatuaje  en el hombro o en el pescuezo no los despersonaliza aunque sirva de “marca” distintiva de una pandilla,  de un grupo criminal o de un grupo de autoexcluidos de la sociedad.

Y puesto que los adolescentes aún carecen de una apreciación completa  de sus aspectos físicos ya que ese conocimiento viene con el desarrollo de habilidades relacionadas con la atención, con la comprensión de los significados de aquellos actos que tocan su corporalidad,  su identidad y el conocimiento de ellos mismos, pues resultaría  imposible que ellos logren una buena estima de su imagen y  autoconfianza, si iniciando el bachillerato quedaran a merced de las usanzas de la subcultura hippie.   

Si la escuela llegara a tolerar que sus alumnos se tatúen,  entonces preparémonos para ver como florecen en miles de ellos  sentimientos de inferioridad personal y social lo que los convertiría  rápidamente en tierra abonada para la delincuencia y la rebeldía frente a los padres y las normas de la escuela ya que el adolescente es incapaz de  conservar el equilibrio entre una restricción y el placer transgresor de los limites.

Creo innecesario decir que tatuarse la imagen de un ser amado, de un pájaro, de la flor preferida, de una mascota, de un billete de banco, de un verso, una serpiente, de una puesta de Sol,  una fuente de agua, y hasta de un árbol erguido  sobre un brazo, un seno, el pecho, la espalda, bajo el ombligo, sobre las nalgas, incluso sobre los geniales, no es cosa de ahora, tampoco un invento de los americanos.

En mi libro Crónica de acciones curiosas de los enfermos (2008), describo el caso de uno de mis pacientes que se había tatuado sobre el pene un pequeño imán por cada mujer con la que se había acostado en su vida. Le conté 55 de esos pequeñísimos imanes. Cuando le pregunté por qué se tatuó, específicamente, un imán, su respuesta todavía hoy me hace doblar de la risa:

Adió doctor, pero usted sabe que los imanes jalan y atraen cosas. Desde que me tatué el primer imancito, oiga, no ha dejado de jalar mujeres pa donde mí, gracias a Dios. Y para cerrar con “broche de oro” su discurso, aquel mancebo me mostró una las “grandes verdades” contenidas en la enciclopedia del imaginario popular dominicano: “Recuerde,  que Papá Dios le puso a las mujeres una soguitas bajo la falda con la que amarran to, pero a nosotros nos puso un imán en la bragueta con el cual la jalemos a ellas”.

Queramos o no hay que admitir que las tradiciones, mitos, actitudes, costumbres, imaginario popular  y creencias, son la columna vertebral y substrato de la cultura de los pueblos hasta el punto de que sin esos soportes sería prácticamente imposible su unidad y permanencia. Sin embargo, dado que toda actitud es la combinación de una creencia con una potente emoción, supóngase pues  que siempre que aparece en el seno de una sociedad un grupo que disiente de ella, que aprehende unos valores ubicados en su subsuelo pero ajenos a ella,  que desafía  su “estilo”, que se coloca fuera de su alcance, que la contradice, que se aparta de las normas sobre sus acciones afirmativas, valores, mitos y cosmovisión, automáticamente esa sociedad asumirá que el grupo “descarriado” es una amenaza para las metas y conducta esperada de sus miembros. Y, como ha de esperarse, el choque pondrá gente del lado de los “disidentes” pero el grueso del conglomerado social continuará ligado a sus convicciones

Hacia el 2002, un 99% de los hogares estadounidenses tenía un televisor que en promedio duraban siete horas al día encendidos. Cada 5 minutos los niños, adolescentes y jóvenes, veían en esos millones de televisores a un presentador, un anunciante, un actor o actriz, un criminal, un policía, un corredor de Bolsa, un deportista, un estudiante universitario o a su profesor, un ejecutivo, un taxista o a un predicador, con uno o dos tatuajes adheridos o incrustados en su cuerpo. Es decir, que aquella famosa expresión de los hippies de los años 60, de que “si creen que somos los bárbaros modernos, pues haremos lo que hicieron en su momento los bárbaros de antaño: llevaremos nuestro credo bárbaro a todo el territorio continental”,  la convirtieron en un hecho a través de la televisión. ¿Y qué  pasó después? Que el símbolo de la subcultura hippie, el tatuaje, pasó a ser una moda más para todos los gustos. Pero no se quedó ahí, hoy el tatuaje es algo más que una moda; se  convirtió en lo que yo llamo “bulto de la cultura”  estadounidense ya que es excepcional quien no lleva uno.  Se fue del “filotatuaje” a la “tatuomanía”.

Ciertamente, tal como afirma la doctora Vargas, el tatuaje no define la conducta de nadie, pero el joven que se tatúa, puede interiorizar exactamente la misma percepción que sobre sí mismos tienen la mayoría de los que se tatúan: la autoestigmatizacción como ciudadano puesto que agreden a su cuerpo, se causan dolor y se arriesgan a enfermar por ello. La hepatitis B y la C es frecuentísima entre los tatuados. Miles de diabéticos y pacientes que están en programas de hemodiálisis en Estados Unidos, son ingresados en hospitales por complicaciones sépticas cada año ya que a pesar de que el tatuarse tiene  contraindicación absoluta en esa clase de enfermos, estos corren el riesgo de morir estimulados por el deseo de ser parte del gran grupo que se tatúa.

Incrustarse un tatuaje equivale a un rito de autoflagelación como castigo por culpas inconscientes y los adolescentes, mayormente, son vulnerables a los sentimientos de culpa porque para ellos la culpa es un sentimiento  indefinido pero real y asumen la creencia de que lo mejor es expiarlo de alguna manera.

El proceso de crianza de un muchacho, la escuela y la interrelación con sus pares son todos elementos indispensables para ayudarle a crear un sentido de orden, de conducta equilibrada, de madurez, de identidad y de un sentido de pertenencia a un grupo familiar o social psicológicamente estable, pues ese es el contexto que lo llevará a desarrollar estrategias cognitivas y habilidades sociales apropiadas para un desempeño familiar y social centrado en sus responsabilidades tan pronto se convierta en sujeto adulto.

Advierto que el tatuaje no debe llegar a la escuela porque ya no solo es una moda o un símbolo de la subcultura hippie, sino que fue asimilado como una “marca” o código de identidad de los autoexcluidos de la sociedad al seguir un patrón de conducta contrapuesto a los estándares de la sociedad en cuestión,  y los adolescentes, frecuentemente, tienden a imitar o identificarse con patrones de comportamientos autodestructivos.