Al estudiar los fenómenos políticos de la República Dominicana, un error que cometen algunos politólogos radica en el punto de partida de sus análisis: el supuesto de la democracia. Si bien la República Dominicana tiene fachada democrática, los que realmente intentan entender la política dominicana deberían partir de una realidad autoritaria y asumir los riesgos de la sobre conceptualización desde el bando no-democrático.

Por un lado, la idea de nación democrática se ha reducido a la celebración de procesos electorales. Pero tal y como nos cuenta la historia (y en particular la dominicana), las elecciones no son garantes de mucho sobre lo que podamos alardear. Lo que es peor, dando mayor importancia al proceso que a su resultado, aun las definiciones de democracia tildadas de “minimalistas” cargan consigo supuestos que somos incapaces de cumplir.

Tomemos la definición de Schumpeter (1975) como ejemplo. Schumpeter llama democracia a todo arreglo institucional capaz de garantizar un torneo electoral libre; es decir, una competencia libre entre aspirantes, seguido de un proceso de votación también libre. Lamentablemente, dada nuestra larga historia de traumas electorales (Díaz 1996), no podemos afirmar que hemos sido capaces de cumplir dichas condiciones. “La democratización es la institucionalización de la incertidumbre” dice Przeworski (1991). Existen reglas sobre el proceso, pero jamás puede estar predeterminado el resultado. Por eso la importancia de actualizar nuestra Ley Electoral y aprobar una “buena” Ley de Partidos Políticos.

Considero que los procesos políticos dominicanos se parecen más a los de un régimen autoritario que a los de uno democrático. No digo totalitario, ni dictatorial… simplemente autoritario. Levitsky y Way (2002) utilizan con frecuencia el concepto de autoritarismo competitivo. Según los autores, en regímenes de dicha tipología, las instituciones democráticas son los mismos mecanismos utilizados para el ejercicio de la autoridad política. Al Estado violar los propósitos democráticos de las instituciones, lo que antes era percibido como una democracia frágil de repente parece más un régimen autoritario.

¿Acaso no les suena esto a los episodios recientes de la Juna Central Electoral? ¿O quizás están pensando en los fallos de nuestras altas cortes?

Además, como bien nos advierten los expertos, hay mucho de democracia que no tiene que ver con los procesos electorales, sino, con el antes y el después. Parte del problema de estudiar los sistemas políticos a partir del supuesto democrático está precisamente en el enfoque desmedido sobre los procesos electorales (Snyder 2006). “¿Qué de las redes clientelares y de la monopolización de los medios como instrumentos de abuso de poder?” preguntaría el mismo Snyder. ¿O acaso no creen que la concentración de los medios de comunicación contribuye a la postergación del PLD en el poder?

¿Acaso creen que el Congreso dominicano le hace contrapeso al poder Ejecutivo? Bien puede ser la institución más “democrática” del Estado Dominicano, pero sigue siendo un Congreso en el que aun le niegan la palabra a ciertos legisladores, y donde el presupuesto se aprueba “de urgencia” en cuestión de minutos. Por estas y muchas otras razones sustento el argumento de que no vivimos en una democracia.

Este tema de la clasificación de sistemas políticos es delicado, pero de gran relevancia. Tal y como lo sugiere O’Donnell (2000), la clasificación de sistemas de gobierno no se limita a un mero ejercicio académico. La preferencia casi unánime por los sistemas democráticos, a pesar de sus imperfecciones, carga consigo grandes implicaciones de naturaleza moral. El cambio de punto de partida sugerido en este artículo construye sobre esa preferencia. Más importante aun, entiende que no podemos continuar adelgazando el significado de “vida democrática” si esperamos algún día poder disfrutar de ella.