La vida es un tren de paso y, después del triunfo de Donald Trump, me voy a dedicar a contar cuentos mientras viajo en este subway de Manhattan.
Los últimos acontecimientos me han dejado tuntuneco y ahora tengo que agarrarme a la baranda cuando bajo las escaleras y desciendo a las entrañas de la tierra.
El chirrido de los rieles del viejo subway neoyorquino siempre me ha sacado de quicio, tal como lo hacía hace cuarenta años en el tren de las cinco, cuando el tren irrumpía en la estación del Grand Central y yo retornaba de Staten Island después de haber tomado el ferry y haber dejado a mis espaldas a la Estatua de la Libertad, que siempre me decía adiós desde la distancia, como si me conociera desde mucho antes de yo haber nacido.
Manhattan continúa siendo una ciudad despampanante, con sus luces deslumbrantes y su trajín de colmena humana, donde el aguijón de sus abejas guerreras parece más ponzoñoso cada día y el tropel incesante de tantas caras desconocidas infunde un terror indescriptible, sobre todo en estos días de terrorismo de estado. Ahora los compañeros de viaje parecen controlados por la cocaína pura y, cuando trato de sonreírles, me miran como si les estuviera mentando la madre.
Las cosas han cambiado tanto que me siento como si perteneciera a otra galaxia y ellos fueran de Neptuno o de Júpiter.
De repente se abren las puertas y una cara conocida penetra en la cueva, viniéndose a sentar a mi izquierda como si ambos fuéramos amigos de infancia.
-Tu cara me suena-le sonrío- ¿Cómo te llamas?
– Él me contesta con otra pregunta:
-¿En qué parte del recodo del camino fue que nos separamos?
-¿Que cómo?
-¿En qué estación fue dónde nos vimos antes?-me pregunta.
-Pero dime tu nombre-insisto.
-Soy cualquier cosa, como el grito y la lágrima-contesta.
-¿Qué cómo?-riposto espantado.
-Quiero dejar de ser lo que soy. Quiero que todos sean “yo”-me dice.
-¿En qué preciso momento se separó la vida de entre nosotros?-me pregunta-la vida se separó de nuestros pueblos por el olvido y el llanto-añadió escrutándome.
El hombre hablaba en clave como le hablaba Jeremías al pueblo israelita después de su largo exilio en las tierras de Babilonia.
-¿Por qué me hablas en clave como un profeta sonámbulo- atiné a preguntarle.
-No, sencillamente te estoy invitando a recordarme. “Nada permanece tanto como el llanto”. “Las llamas se extinguen sin haber consumido el odio”. “La noche ha postergado la resurrección de nuestros dos pueblos”. ¿No has caído en la cuenta?
-“Lo único que permanece es el llanto”-volvió a repetirme.
– ¡Ah, carijo, ya sé quién eres! Pero… ¿no estás tú ya muerto?
Y ahí fue cuando el hombre me habló en francés: “la mort n’existe pas, mon amí” (la muerte no existe, mi amigo). Y lo repitió luego en creole:”Lanmó pa egziste, zanmí”
En ese preciso instante se volvieron a abrir las compuertas del tren, irrumpiendo bullicioso en la estación de Times Square en una marcha triunfal cacofónica.
El tropel de compañeros de viaje lo arrancó de mi lado y desapareció como una exhalación de viernes santo. Fue precisamente ahí cuando lo reconocí.
-¡Jacques Viau Renaud! ¡Jacques Viau Renaud!- grité como un energúmeno despertando de un largo sueño. Pero-¡zás!- la puerta ya se había cerrado y ya no había nadie junto a mí haciéndome más preguntas.
Jacques Viau Renaud, el poeta haitiano-dominicano, crucificado a destiempo a los 23 años durante la guerra de abril, víctima de un artero mortero que hablaba inglés.
¿No será todo esto pura alucinación trapera como a las que nos tienen acostumbrados los diarios periodísticos?
Después de lo de Donald Trump he comenzado a ver visiones, sobre todo cuando penetro en la cueva del subway de Manhattan, no muy lejos de la Trump Tower.
¿Cuál será ahora lo fantástico y cuál será lo real? ¿Será cierto que no nos quedará más que el llanto?
Contéstame la pregunta.