Un caso verdaderamente extraño en la historia de nuestras instituciones jurídicas se suscitó en la reforma constitucional que concluyó el 7 de mayo de 1877, cuando se dispuso, entre otras cosas, que la votación para la elección del presidente de la República, no solo sería pública y directa, sino también oral.

¿Cómo es posible que en uno de nuestros textos constitucionales – duodécimo de la historia y octavo de la Segunda República– se configurara una aspecto tan relevante para la institucionalidad del país y para la democracia misma, mediante una técnica tan poco segura? ¿En qué contexto se suscitó? ¿Cuáles consecuencias tuvo este diseño en el sistema dominicano? Veamos:

Tras la culminación del cuarto gobierno de Buenaventura Báez, conocido como los seis años de Báez (1868-1874), bajo el liderazgo de Ignacio María González se reformó la Constitución de 1868 (que como se sabe hizo poco más que reinstaurar la Constitución de diciembre de 1854), siendo votado el nuevo texto por la Asamblea Nacional Constituyente el 24 de marzo de dicho año y promulgado el 4 de abril de 1874. Menos de un año después, en el marco del paulatino alejamiento de González de las prácticas políticas liberales de los azules, la Constitución sería nuevamente reformada, dando paso a la Constitución de marzo de 1875. Esta última solo tuvo vigor durante poco más de dos años, aunque experimentó una modificación parcial en 1876, cuando los diputados, en el uso de la peculiar atribución que le daba el numeral 35 del artículo 38 de la Constitución de 1875, establecieron un “acta adicional” para derogar los artículo 53 y 109 de la Constitución vigente y reformular los requisitos para que un ciudadano pudiese ser candidato así como para ser reelecto como presidente, reduciendo además el periodo de gobierno de 4 a 2 años.

Bajo la Constitución de 1875 –parcialmente modificada en 1876– fue escogido presidente Ulises Francisco Espaillat el día 29 de abril, pero tuvo que abandonar el poder el 5 de octubre del mismo año, en el marco de las tensas pugnas políticas del momento. Ignacio María González Santín, predecesor de Espaillat en el gobierno a principios de ese año, asumiría de facto la presidencia nuevamente, pero solo por unos días pues renunciaría ante la Junta Provisional de Gobierno que encabezó el general Marco Cabral, el día 10 de diciembre. Este último entregaría el poder nuevamente  a el día 27 de diciembre, quien regresaría así por quinta y ultima vez al control del Poder Ejecutivo. Es en ese contexto y a instancias del presidente Báez que se produce la Constitución de 1877, promulgada en Santo Domingo el día 7 de mayo de ese año.

En términos generales el texto reformado no guardó mayores diferencias al resto de las Constituciones promovidas por el sector conservador en el siglo XIX. Incluso quedaron evidenciadas ciertas reminiscencias de la deformación ocurrida en 1844, al conceder al Poder Ejecutivo la facultad de suspender –en caso de guerra extranjera– “las garantías que sean incompatibles con la defensa de la independencia del país, excepto la vida” (numeral 19 del artículo 45). Este tipo de facultades tan amplias dejaban al presidente de turno la determinación de cuáles eran esas garantías incompatibles con la defensa de la independencia, lo que desnaturalizaba la idea de un gobierno sometido al control de la razonabilidad y la justicia. Pero lo más impactante es que en lo relativo a la escogencia de los representantes, tanto en el Poder Ejecutivo como Legislativo, se adoptaron criterios constitucionales que rayan en lo absurdo.

En primer lugar, como ya se adelantó, el artículo 38 del texto constitucional disponía de forma literal que la elección del presidente de la República, se hará por los ciudadanos en votación pública, directa y oral. Se trataba, por lo visto, de un sistema que permitiría a los ciudadanos decidir quien les presidiría a viva voz y sin un claro esquema de control, registro y seguridad. Oportuno es resaltar que ninguna ley, decreto o resolución reguló esta práctica ni detalló los procedimientos para la ejecución de la misma, más allá de lo dispuesto por la propia Constitución. La misma norma se dispuso para la elección de los legisladores (artículo 18).

Pero si bien lo anterior es ya suficientemente anómalo, igualmente lo son las disposiciones de los artículos 39 y 40. En ellos se dispuso que recibidos los registros del proceso electoral presidencial se procedería al escrutinio y se declararía electo presidente a quien tuviese la mayoría absoluta de votos. Pero “si ninguno la tuviere, [la mayoría absoluta de votos] escogerá la Cámara entre los dos que hubieren obtenido mayor número, y procederá por votación secreta a la elección entre ellos; y declarará electo al que obtuviere la mayoría absoluta. En el caso de empate, decidirá la suerte”.

Tal fue el declive de nuestra democracia –si bien aún en ciernes para la época– que en caso de empate en un proceso electoral decidiría la suerte. Empero, lo que pareció decidir la suerte fue que tales normas nunca tuviesen ocasión de ejecutarse, pues el régimen de Báez sería derrocado por un “movimiento nacional” que estableció un gobierno provisional en Santiago el día 1 de marzo de 1878. El 15 de mayo del mismo año, se modificaría nuevamente la Constitución y el atípico sistema electoral, sin ser usado jamás, quedaría en el olvido.