El concepto me lo explicó un amigo muy cercano –lo que se llama un hermano- hace ya algunos años. Se trata del cambio de actitud polar y profundo que sufren quienes abandonan una ideología y militancia y se pasan justamente a la contraria, la que antes criticaron visceralmente. En realidad es un mal que ataca a los izquierdistas pues, del otro lado, son realmente raros los derechistas arrepentidos (quizás Siddharta).

Un buen día el izquierdista converso tiene una epifanía, una revelación: “tantas luchas no han servido para nada, el pueblo ni agradece ni entiende, por lo que la revolución no tiene perspectivas. Mejor cambiar de bando, el denuedo y la tenacidad puestos a trabajar para ganar dinero rinden muchos mejores beneficios”. Entonces se desata la conversión emocional: “en realidad, la izquierda sirve de velo, de mampara, a una serie de vagos que no quieren trabajar, nunca han dado un tajo en su vida. Lo único que quieren hacer es hablar y dirigir, pero no se les diga de hacer algo que concluya en utilidad concreta. Todos quieren dirigir por lo que nunca se ponen de acuerdo, pasan los años y se encuentran en lo mismo, en lo mismito. Además la gente no cree eso de revolución, de cambios sociales. La gente lo que quiere es comer bien y pasarla mejor, es decir, exactamente lo que tienen los ricos. Los pobres no son sino ricos potenciales y frustrados. Quieren ser ricos, la cuestión está en si pueden llegar a serlo. En cambio gire Ud. a la derecha y dígame qué ven sus ojos: orden, disciplina, trabajo. Y, como era de esperar, riqueza.”

Al izquierdista converso se abre una perspectiva nueva que antes le estuvo oculta en razón de que nunca se pudo asomar a la riqueza. Cambia, entonces, las agujas de su brújula y empieza a encomiar a quien antes denigraba. Y a la inversa. El Síndrome del Converso es una estrategia inconciente y emocional de afirmación en la nueva doctrina, por eso tienden a ser más papistas que el Papa, a ser “más” que los que antes “eran” y él criticaba. El converso tiende a ser fundamentalista.

Antes, en México, me habían explicado una enfermedad muy parecida: el Síndrome del Expatriado. Contagió a miles de chilenos y argentinos que huyeron despavoridos de sus dictaduras en las décadas de los setenta. Sus síntomas eran inequívocos: encontrar que todo está mal en el país huésped, a la vez que todo estaba bien en el país de origen. Por supuesto, nada más molestoso que un invitado a nuestra casa se la pase observando lo sucia que están las paredes y nuestro pésimo gusto en la decoración. Los mexicanos, con aquel nacionalismo contenido por la cortesía y su exquisita ironía ripostaban con fingida ingenuidad: “Pero, ¿qué pasó? ¿Cerraron el aeropuerto?”

En realidad, esta patología no es estrecha y bien perfilada sino que abarca distintas áreas y comportamientos. De la misma familia es el Síndrome del Exfumador, del mismo que hace unos meses se fumaba cuarenta cigarrillos al día, si no había fiesta o parranda, que si había súmenle diez más. Y ahora le arruina la fiesta a un desconocido que fuma con delectación un único cigarrillo en una velada tranquila y apacible. Arranca el exfumador con una larga perorata sobre los terribles males que causa el cigarrillo, causa demostrada de cáncer de pulmón, enfisema y otras enfermedades horribles. Habla sin control de las investigaciones científicas que ha consultado e incluye estadísticas y alusiones a los muertos notables por el uso del tabaco. Lo chistoso del caso es que el interpelado se fuma un cigarrillo “cuando se le antoja”, según su propia expresión, es decir, uno más o menos cada tres meses.

De la misma familia es el Síndrome del Nuevo Creyente, quien encontró al Señor luego de una vida de pecado y perdición. Lo que sorprende de este personaje no es tanto su nueva fe como que en tan corto tiempo haya memorizado tal cantidad de capítulos y versículos. En realidad hace gala de ello pues es expresión importante de su nueva creencia. Renuncia a los pequeños vicios de antes y habla con genuina comprensión y condescendencia de los que todavía los tenemos. De igual forma, no puede perder oportunidad de intentar adoctrinarnos. Este es, quizás, el pedacito molestoso de este padecimiento: cuando intenta uno explicarle las convicciones propias nos corta rápido con un paternal: “antes yo era como tú.”

Sigo: el mismo mal de fondo se recoge entre las jóvenes que “llegaron”, es decir, que se casaron –y se mantienen casadas- y tuvieron hijos, el que me permitiré denominar el Síndrome de la Doña. En su época fueron fieras, “aviones” les decían entonces, aunque entre sus ejecutorias de entonces y las actuales debe haber más de una diferencia. El hecho es que tuvieron más de un amigo o novio, en duraciones variables desde unas horas en una fiesta hasta seis meses o un año, con desempeños también variables desde unos besos muy apasionados hasta todo lo que pueden hacer un hombre y una mujer solos sobre una cama. Ahora mi amiga abre la boca como un zaguán cuando le dicen que la hija de la vecina, de dieciséis años, está embarazada: “Y ¿cómo va a ser?” No suelta un discurso, eso no, sino  unas frases cortas y lapidarias, unas digamos interjecciones de reprobación e indignación: “Esto se acabó”, “esta juventud no sirve”. Ahora bien, no le pregunten de su época porque no se acuerda. Y al que le recuerda le contesta: “eso no fue así, tú si eres chismoso.”

Ahora bien, el que se lleva todas las palmas es el Síndrome del Nuevo Rico que todos conocemos tan bien que no necesito explicar. Sólo una anécdota: Conozco una persona cuya madre era literalmente analfabeta. Trabajó toda su vida lavando ropa y lavando ropa pudo graduar a sus cinco hijos en la UASD. Dos de ellos consiguieron becas para estudiar en los Estados Unidos. Uno en lo particular fue siempre muy aventajado, era astuto, perseverante, paciente. Consiguió un trabajo en una empresa transnacional, empezando desde abajo y llegó muy, muy hasta arriba, lo cual es un resultado admirable. Es decir, de ser muy, muy pobre, llegó a ser muy, muy rico.

Muchos años después un grupo de colegas, entre quienes se encontraba este último, sosteníamos una discusión sobre el ingreso y la pobreza en el país.  El amigo resumió su opinión sobre el tema con mucho de desdén y desprecio: “es que hay demasiados pobres en este país.” No sé, yo sentí algo así como náusea. En la guerra se dice que no puede quedar ningún compañero atrás, en la familia y en los deportes los fuertes tratan de ayudar a los más débiles. Lo podemos denominar empatía, solidaridad o lo que sea. Lo que resulta grotesco y grosero de los nuevos ricos, antes que su falta de solidaridad, es su pésima memoria.