Las Academias de la Lengua suelen estar dentro de las instituciones más veneradas en los países que tienen el español como lengua oficial. La Academia Dominicana de la Lengua, fundada, claro está, el 12 de octubre de 1927 tiene como misión la que: “por mandato real le fuera consignada a la Real Academia Española, de la cual es correspondiente, y en tal virtud colabora en las tareas que realiza esta, centradas en el estudio de nuestra lengua y el cultivo de las letras para cuidar su esencia originaria, impulsar su desarrollo y alentar el cauce creativo del genio idiomático, asegurando su cohesión y su vigor.” (sitio web de la Academia Dom). Esa labor de la RAE se puede resumir en su famosísimo lema: Limpia, fija y da esplendor.

La entrada a la Academia de la Lengua es la consagración y el reconocimiento de una vida intelectual dedicada a cumplir esa misión, y sobre todo al cultivo y manejo de la lengua como instrumento y expresión del pensamiento. Ensayistas, novelistas, poetas, críticos y lingüistas se encuentran entre los principales elegidos para entrar al selecto club y a pesar de la diversidad de géneros literarios y acercamientos teóricos tienen en común, o deberían tener, la excelencia en el buen decir y escribir.

Los sillones de la Academia de la Lengua se ocupan de por vida y la tradición marca que al fallecer el o la ocupante se abra ese espacio para que sea ocupado por un o una intelectual que se supone merece tal honor y añadirá prestigio al cuerpo. La llamada “Sucesión académica”, en el caso de la República Dominicana, nos sirve como espacio de ensayo para analizar, sucintamente, el devenir intelectual y de política cultural del país. Así las cosas, se hace un acto de justicia y reconocimiento cuando el Sillón P pasa de Joaquín Balaguer a alguien que como Manuel Matos Moquete no solo es mejor escritor y ensayista si no que además fue ferozmente perseguido por el primero durante los fatídicos “Doce años”. No es igual con el sillón siguiente, el sillón Q, el que el Prof. Néstor E. Rodríguez llama “el sillón de la infamia”. El sillón Q actualmente ocupado por el Dr. Manuel Núñez Asencio fue anteriormente ocupado nada más y nada menos que por Manuel Rueda, a quien, justa y acertadamente, este año se le dedica la Feria Internacional del Libro.

Manuel Antonio Rueda González (1921-1999) fue nuestro más completo intelectual, todo un “hombre del Renacimiento”: músico (Premio Orrego Carballo de piano en Chile), novelista, dramaturgo, ensayista y sobre todo poeta. Ganador seis veces del Premio Anual de Literatura (tres en poesía, dos en teatro y uno en novela) y Premio Nacional de Literatura 1994. Su obra no solo es un deleite estético y del pensamiento sino que en ella se plasma una toma de posición frente al acuciante problema haitiano que dista muchísimo de la que promueve y defiende el hoy ocupante del sillón Q. Rueda en libros tan señeros como “La criatura terrestre” (1963) donde se encuentra el poema “Canción del rayano” hasta “La metamorfosis de Makandal” (1988) dejó una obra poética profunda que nos señala el camino recto y necesario en nuestra relación con el hermano país fronterizo. En “Canción del rayano” el insigne poeta montecristeño nos recuerda que tenemos “hasta la muerte compartida”.

Si tal y como afirma la Dra. Liliana Weinberg en su magnífico libro “Pensar el ensayo”: “El ensayo es la consumación estética del acto de entender y de leer el mundo” (152), invito al lector a la desagradable tarea de asomarse a los premiados ensayos del Dr. Núñez, quien es a estas alturas es el ensayista dominicano más premiado de los últimos tres lustros, y compararlos con la limpidez exquisita que adorna la escritura de Manuel Rueda. Comprobará, de un golpe de vista, la infamia que rodea el sillón Q.