¿Por qué la clase llamada al deber de criticar permanentemente la absorción de la sociedad por el Poder, denunciar las injusticias, la falta de libertad y el conformismo ante los abusos y la instrumentalización de las relaciones humanas no hace nada?, ¿Desde cuándo dejó de ser la clase inspiradora y orientadora de una concepción integral de sociedad donde haya lugar para todos para convertirse en el constructor de una sociedad centralizada al poder político, controlada y a merced de estos?, ¿Desde cuándo la sociedad está dispersa y sin orientación crítica para divisar el horizonte de libertad que requiere?, ¿Desde cuándo el pragmatismo le ganó la batalla a la ética?

En el silencio se encuentran todas las respuestas y más aún el silencio mismo suele ser una respuesta, ¿cualquiera preguntaría, pero cómo es eso?, si en el silencio no hay nada, ¿cómo se podrían encontrar respuestas allí? Si nos ahorramos los esfuerzos filosóficos que nuestra mente puede realizar para analizar esta pregunta y partimos de lo simple a lo complejo encontramos dos realidades de las cuales podemos partir; si alguien tiene las respuestas a algún mal que nos agobia y calla, no desea nuestro bienestar y es posible que sea indiferente a nuestra suerte si rompiendo su silencio pudiera en alguna medida disipar la duda para que conozcamos nuestro mal, pero si alguien no tiene respuestas y no dice nada, deducimos rápidamente que es porque no sabe, pero como esta pregunta soporta un abanico de respuestas, también cabe la posibilidad, de que hable, pero el eco de su voz ya no llega a la sociedad porque está pronunciándose por y para sí mismo, es decir, para el provecho de sus propios fines, ya sea económico o partidario, y siendo así, de igual manera constituye silencio puesto que la crítica y la concepción sobre cómo debería prensarse la sociedad estará ajustada a sus intereses personales y no a lo que la ética y la responsabilidad social exige, lo que es indicativo, no necesariamente de ser un comportamiento anti-ético, pero definitivamente no uno de responsabilidad intelectual, puesto que su rol fundamental es ofrecer su visión del mundo que refleje la comprensión de la unidad existente entre el ser humano y su hábitat, natural, social, espiritual y que es posible una cierta cohesión entre las partes con las que podemos convivir y alcanzar el mayor bienestar posible en sociedad, único espacio donde es posible el desarrollo humano y sin el cual se hablaría entonces de un nómada sin rumbo, un salvaje errante, un animal primitivo.

El rol del intelectual en la actualidad es bien sabido que se trata de ser la voz de los que no tienen voz, ser el equilibrio en medio del caos, ser el observador, el investigador, el crítico que necesita la sociedad y de ninguna manera ser el altoparlante de los intereses de grupos de poder político y económico que hace pasar por progreso la desigualdad estructural , la baja productividad y el abuso del poder solo porque a un reducido grupo dichas condiciones no les perjudican.

A principio de los 80 se desató en Francia una polémica conocida como El silencio de los intelectuales pasó a la historia como uno de los momentos más emblemáticos de la intelectualidad francesa, el silencio, el declive y la crisis de los intelectuales eran los temas principales de la prensa de referencia, de la radio y los ensayistas de moda. Muchos de sus críticos aseguraban el fin de una época; la desaparición de una figura de gran arraigo en la cultura francesa que había comenzado con el caso Dreyfus y que entre fines de los 70 y principio de los 80 vio su final. ¿Pero cómo sucedió esto, a qué se debió este declive forzoso?

Todo sucedió cuando el partido socialista se impone sobre la UDF de Valery Giscard llevando a Miterrand al poder en 1981. La euforia por el triunfo duró poco, los problemas económicos pusieron en la cuerda floja al gobierno que se veía acosado permanentemente por la derecha que ganaban cada vez más espacio público y en dicho contexto el gobierno esperaba el apoyo que nunca llegó de los sectores culturales e intelectuales de la sociedad, los que antes eran sus aliados naturales, por el contrario la disputa se acrecentó por acusaciones cruzadas en los medios entre intelectuales conocidos como; Bourdieu y Foucault, y miembros del gobierno como; Cheysson y Lang, y muchas figuras más, culminó en una manifestación en la que en medio de abucheos e insultos los manifestantes sacaron al partido socialista de la concentración multitudinaria y esta situación se tornó dolorosa e incomprensible para los socialistas que aún tenían en la memoria reciente, la alianza entre los intelectuales y el Frente Popular del 36.

Max Gallo entendía que esta situación se había dado por tres razones diferentes pero solidarias entre si; la primera y la que se extendió con mayor rapidez, fue la idea de que los intelectuales dejaron de ser marxistas en el momento en que la izquierda llegaba al poder, tanto es así que Boggio llegó a afirmar en un artículo de la época: “los intelectuales, en la actualidad, incrédulos ante muchas de sus viejas convicciones, se prestan a quemar aquello que ellos mismos han adorado”. Las barbaridades del “socialismo real” alimentó un anticomunismo feroz en los que habían militado en el movimiento,  y para muchos, realmente se debió al despertar de un sueño que desembocaba necesariamente en la desilusión y el desengaño, para lo que Gallo terminaría diciendo: “la política no es más que una trampa en la que se dejan atrapar los ingenuos, los ambiciosos o los cínicos.”

Otra razón que argumentó Gallo, fue a una falta de compromiso con la política real, puesto que los intelectuales son propensos a la crítica, redactar manifiestos y manifestarse en las calles, pero incapaces de comprometer su renombre con una actividad que conlleve responsabilidades de Estado. Puesto que su rol original es el de criticar el Estado, no defenderlo, involucrarse  en la acción estatal deja claro que implica desnaturalizarse, ya que reconocen que es imposible ser juez y parte y realizar ambas tareas exitosamente. La última es la desconfianza innata hacia el poder que les impediría establecer cualquier tipo de relación positiva o productiva con el Estado, porque el intelectual se ve en la disyuntiva de tener que elegir entre ser la voz crítica contra el poder o bien convertirse en un intelectual que entregue su libertad e independencia de criterio. Gallo cuenta para explicar estos,  el involucramiento a medias de los intelectuales en la victoria del Partido Socialista del 81, de la cual no participaron activamente, por lo que las remarcas a su orientación política provocó la reacción incómoda y el enojo de muchos de ellos como Boggio; ya que muchos de ellos recordaban el rol del intelectual ante el poder con firmeza y dejando claro que en ello no se implicaron directamente, y que por tanto  no se sienten comprometidos de ninguna manera con su devenir.

Esta situación la traigo a colación no porque ha sido el caso de la intelectualidad dominicana, ni siquiera de Latinoamérica, sino para establecer límites claros entre lo que es un intelectual libre y con responsabilidad social a un intelectual politizado, que no es que haya hecho un silencio prolongado durante un tiempo, sino que más bien no ha predominado tal libertad frente al Estado durante un siglo, la cual indistintamente de los periodos históricos, favorecía cierta autonomía a estos  haciendo posible su intervención práctica, pero estos finalmente,  decidieron adaptarse y congraciarse con el Estado en su proceso de construcción, la búsqueda de un orden social y de su modernización. Llegada la Modernidad los intelectuales gozaron nuevamente de libertad frente al Estado, sin embargo, su discurso ya no estaba dirigido en pensar una nueva sociedad, sino en observar y atender los procesos de modernización del Estado Nacional. La realidad es que pocos espacios lograron construirse durante un siglo, por lo que la frágil institucionalización de la cultura y de las demás instituciones de la sociedad, es solo un efecto que los mantiene aún más cerca  al entramado estatal y a las luchas facciosas por el poder, posibilitando la continuidad en el tiempo de la politización del intelectual y con él, la politización de la sociedad que denuncia Jacques Ellul y que ya a estas alturas se ha convertido en un fenómeno global.

La diferencia es clara y estriba en el hecho de la tradición cultural de libertad intelectual de la que se goza en Francia, la que ha dado paso para que sigan surgiendo y desarrollándose intelectuales libres, que acompañen a la ciudadanía para hacerles saber que no están solos ante el poder político y económico; por el contrario, aquí predomina una cultura autoritaria que utiliza la democracia en su aspecto formal como un traje a medida, a favor y provecho de los grupos de poder y en el cual el rol del intelectual sólo implica cuestionamiento cuando se trata del bando político contrario, lo que influye desesperanza y múltiples miedos en la sociedad, haciendo que su supervivencia dependa del tigueraje, el tumbapolvismo, el oportunismo, la dependencia enfermiza a la vaca estatal y la instrumentalización de las relaciones humanas, haciendo del pasado una realidad presente, día a día, un devenir  siempre en lo mismo…