Dios está en silencio, aparentemente, y los seres humanos se imponen tiranías, cometen injusticias, esclavizan, maltratan, oprimen, asesinan, y hacen toda clase de vilezas en perjuicio de sus semejantes. Se suplica su intervención y auxilio para despejar situaciones de esta naturaleza entre los seres humanos; pero, no se percibe respuesta.
Se ruega a Dios pidiendo auxilio y no se recibe inmediata atención en el tiempo anhelado, según el ruego y deseo. Ante esto, se considera que el silencio es por razones de impertinencia, o porque las peticiones no se han hecho con la fe necesaria, y por eso el silencio de Dios.
En casos cuando no se recibe resultado inmediato a las plegarias, hay quienes dicen que Dios está muerto; éstos han perdido la razón, o la capacidad de usarla bien, porque Dios no nació; por tanto, la Divinidad no puede morir o desaparecer o inmutarse. Sólo lo que nace es lo que muere. Dios no nació, por tanto, no puede morir. Dios fue, es y será por toda la eternidad.
Así se debe concebir y manifestar; más, a la mente viene una pregunta importante, que otros han hecho a través de la historia de la humanidad: ¿si Dios no está muerto, entonces se ha alejado, o se ha dormido? ¿o está en aparente silencio mirando a los seres creados a su imagen y semejanza en continuo conflicto entre ellos y en negación a toda virtud, disciplina, fe, esperanza y amor?
El silencio de Dios puede ser amargamente triste, tortuosamente desesperante, profundamente desconcertante; puede infundir temor, soledad, terror, descorazonamiento y sentir aislamiento. Este concepto o entendimiento es por la condición humana, que busca satisfacción inmediata. Hay desesperación al no forzar la Voluntad Divina ante la oración, deseo o requerimiento. La respuesta se da según el Plan Divino, y no en el espacio y tiempo de la exigencia de inmediatez.
Se dice que el silencio de Dios es amargamente triste y sombrío, porque alrededor ocurren tantas faltas contra Su Divina Voluntad, tantas ofensas contra sus criaturas, más se mantiene en inquietante, insondable y profundo silencio.
En el Antiguo Testamento se leen las desesperadas palabras de los piadosos de Israel, cuando requerían a Dios diciendo: “¿Por qué duermes Señor? ¡Despierta, despierta! ¿Por qué te olvidas de nosotros, que sufrimos tanto? ¡Levántate, ven a ayudarnos y sálvanos por tu gran amor!”. (Salmo 44: 24-26).
Como puede verse, no somos los primeros en pensar que Dios mantiene silencio que infunde temor, terror, sentimiento que descorazona, que hace sentir abandono, triste soledad y aislamiento, que hace gemir y exclamar como Jesús en la Cruz: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46).
¡El silencio de Dios! Silencio ante los gritos de desespero, silencio ante las peticiones, ante las enfermedades, ante los hechos de violencia, ante las lágrimas de los desconsolados, se vuelve a orar y suplicar de nuevo, más, se mantiene el sigilo y hay desesperación, aunque sabemos que se tiene a Cristo como el mediador ante El Padre y se sabe que Él intercede por los que claman compasión; por eso, se pone el alma, fortalecida con la fe en todo momento, en toda ocasión y se espera la respuesta en tiempo de la Divina Soberanía.
Ante la aparente falta de respuesta a la solución de las enfermedades, los problemas morales, las dudas que desesperan, la opresión del prójimo por cuya solución se ora, las injusticias en el mundo, los sufrimientos de toda índole, todo sigue igual. A pesar de lo antes dicho, Cristo está tras ese aparente silencio, mirándonos y oyéndonos.
No se debe olvidar que, si la respuesta a las oraciones es silencio, por lo menos consolémonos sabiendo que Él: el Cordero de Dios, el que intercede por los fieles creyentes, está en reserva, oyéndolos e inmensamente amándolos; la respuesta vendrá según, la santa voluntad del Dios de la misericordia.