“Después de la palabra, el silencio es el segundo poder del mundo”- Henri Lacordaire.
Nos encontramos en el grupo de los que critican el exceso de silencio en la política, sin dejar de reconocer que una elevada densidad palabras frente a la cotidianidad nacional puede provocar arrepentimientos y daños irreparables. La sobreexposición verbal para el político es tan perjudicial como la falta de cumplimiento de las promesas electorales que sustentan la solidez de sus tendencias triunfales; ella puede ser cuchillo de doble filo de genuino acero que rinde frutos de un lado, pero puede hacer sangrar del otro.
En política, las palabras, diríamos nosotros, ameritan una gestión sistémica de alta calidad. Deben ser pronunciadas oportunamente para dar sentido a los contextos; esperanza y justificación política a quien la necesite; sólidas orientaciones a los que bordean los filos de la impotencia y el desasosiego; cerraduras de boca a los adversarios intratables; claridad frente a las críticas y rumores perversos; satisfacción a los aliados y amigos, y explicaciones oportunas de operaciones o transacciones autorizadas que aguijonean la suspicacia y curiosidad del pueblo, no importa en qué organismo estatal se hayan realizado.
En política las palabras son una formidable herramienta estratégica, siempre que se entiendan los grados de su modulación y se adviertan las cercanías de su oportunidad y pertinencia. En realidad, junto a los hechos, a los progresos, a las sorpresas positivas en materia de política y a los ejemplos personales, las palabras pueden revolucionar la conciencia social, incitándola a realizaciones trascendentes.
Recordemos los discursos con convicción y carisma de Churchill en la Segunda Guerra Mundial; el de Abraham Lincoln en Gettysburg; la charla motivadora de Steve Jobs en Stanford; el I have a dream de Martin Luther King o las palabras premonitorias del infame de José Stalin en noviembre de 1941: “No hay duda de que Alemania no puede mantener ese esfuerzo durante mucho tiempo. Dentro de varios meses, quizá en año y medio, el peso de sus crímenes caerá sobre ellos”.
Todas esas palabras, hilvanadas con un cierto sentido épico, desafiante, penetrante y convincente, movieron a millones de seres humanos al frenesí y, más allá de ello, en muchos casos, a una muerte segura. Si bien las ruedas de la historia son movidas por la concatenación e interrelación lógica de hechos e intereses, las palabras, en determinadas circunstancias, son la grasa que facilita el movimiento de esas ruedas sobre sus ejes.
El límite está en los excesos, en la densidad. Todo conocemos aquel muy difundido proverbio español que reza: cada persona es dueña de su silencio y esclavo de su palabra. Para mayor convencimiento también podemos recurrir al gran Confucio: el silencio es un amigo que jamás traiciona, o a una notable sentencia atribuida a Shakespeare: Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras. ¿Quién de mi generación no leyó El Arte de Callar de Joseph Antoine Toussaint Dinouart, un clásico de siglos?
Sí, grandes pensadores expresan de distintas maneras sus muy altas valoraciones del silencio.
Difícil no ponerse de acuerdo con algunos de los planteamientos nodales de un artículo de Antoni Gutiérrez-Rubí aparecido en Infobae bajo el título “El valor político del silencio” (30 de Julio de 2018): El silencio en política puede ir acompañado de otras prácticas tan convenientes como necesarias en contextos ruidosos de palabras vacías: la prudencia, la reflexión y la escucha son prácticas asociadas al silencio que pueden ayudar a mejorar la política, mejorando —paradójicamente— su comunicación. Quien aprende a escuchar puede reflexionar y hablar lo justo y medido. El silencio que no reflexiona no sirve. El que sabe callar, habla mejor.
A continuación, el autor explica algunos valores del silencio: la resistencia como significativo caudal de resiliencia (“…cuando las palabras no bastan, no llegan, o no se escuchan, su ausencia voluntaria incorpora un gesto desafiante hacia lo establecido, hacia el poder”). Es como una especie de resistencia con una voz de trueno que no se escucha, pero que cumple su cometido; la fortaleza, como enemigo difícil de combatir (“golpear una sombra es agotarse, desfondarse en el vacío del rival ausente y esquivo”); la conexión “con “muchos discursos, voces y emociones”, “abrazar las palabras sin pronunciar ninguna”, “hablar sin escuchar” o “callo porque te escucho”); por último, la iniciativa, porque “crea expectación y desgasta al adversario por esquivo y gaseoso”, “el silencio se mueve bien en lo líquido (la modernidad líquida de Zygmunt Bauman), “es una seguridad que no traiciona”, al decir de Confucio.
Todo el discurso anterior se refiere a la utilidad de un silencio ostensiblemente productivo, como al que parece haber aludido en esta semana el señor Charles Mariotti. Pero, ¿qué tan productivo puede ser en momentos en que la barca política se hunde y algunos de los más fieles e incondicionales acólitos del líder fueron atrapados y encarcelados por los enemigos declarados? La utilidad del silencio, especialmente cuando se trata del cuestionamiento moral, queda en entredicho. Las culpas no se lavan con la mudez en circunstancias de excepcional interés para el futuro de una formación política. O hilamos un discurso coherente y lo decimos mirando de frente a los electores, o nos inclinamos por la afonía incriminatoria.