No hay ningún ser que no se muestre. La posibilidad de su conocimiento exige un aparecer, una voluntad de manifestación de sí que puede ser aprehendida en unos esquemas conceptuales u observada en la realidad empírica. Ningún ser se oculta a sí mismo, sino que se desvela y se expone porque su existencia depende de su aparecer en el mundo.

En la medida en que el ser aparece, y puede ser cargado de sentido, es. De lo contrario, el ser que no aparece y no se ofrece a la interpretación de su sentido, no es. La nada, contrario al ser, es imposibilidad de donación en el aparecer. La nada es sinsentido, carece de existencia al no ofrecer algo en su aparecer. En cuanto metáfora del vacío es pura contradicción. La nada es el agujero negro del espacio del aparecer.

Parménides de Elea (Siglos VI-V a.C.)  tematizó el dualismo occidental en la fórmula de los contrarios; en los fenómenos de la naturaleza encontró la apariencia del cambio, el no-ser de lo inmóvil y eterno del ser. El ser de Parménides solo es accesible a la razón, no a los sentidos. Este ser abstracto e inmutable no aparece, sino que es pensado y en tanto que pensado cobra existencia. Lo que es coincide con lo pensado; por tanto, la nada es impensable. La apariencia no es una posibilidad de ser en el esquema dualista de los eleáticos.

Platón elevó esta dicotomía entre el ser y el aparecer, entre la verdad de la razón y la confusión de los sentidos al rango de principio cósmico, antropológico y epistemológico. La idea adquiere los rasgos del ser de Parménides y se convierte en el arquetipo o modelo de lo que aparece en el mundo sensible. Todo lo que aparece ante nuestros sentidos es una copia más o menos fiel de las ideas. Lo sensible en su aparecer no es la verdad, no es lo real; sino la incertidumbre de lo efímero.   

Esta separación dualista entre un ser y un aparecer que en definitiva sería un no-ser es una falacia. Como tal sigue repitiéndose en el discurso teológico y espiritual de muchos evangelizadores, pastores, sacerdotes, consejeros e ilusionistas actuales. Con el agravante de que se continúa repitiendo la perversa idea de que el cuerpo es la fuente de toda corrupción y maldad y que el alma, angelical y pura desea en todo momento seguir las huellas de la santidad espiritual.

Si bien es cierto que en Parménides el cuerpo coincide con los sentidos, fuente de error en el conocimiento de la verdad (lo mismo sucederá en Descartes), Platón es quien lleva a su punto más alto esta arrogancia del alma frente a la condición material del cuerpo y de ahí, a través del cristianismo, nos llegó esta pésima visión del cuerpo como fuente de mentira, de pecado, de maldad y esta condena absoluta a los deseos de la carne.

Las actividades humanas se instrumentalizan a través del cuerpo. El cuerpo es la forma visible que tenemos para ejecutarlas. Como mecanismo complejo de movilidad el cuerpo es conducido hacia un objetivo determinado por otro. Por ello hablamos de voluntad como facultad del querer, del desear que moviliza lo corpóreo. En la medida en que las actividades humanas (la acción y el discurso) suceden de cara a los demás, el cuerpo es la posibilidad del aparecer en el mundo y de manifestar un sentido de presencia en el mundo, una existencia. Existimos porque aparecemos con nuestro cuerpo a los ojos de los demás, no con nuestra alma que al final nadie la ve ni la oye.

Si quieren una culpable de todos nuestros males no está en el cuerpo ni en la carne, sino en lo que hacemos con él como instrumento de nuestras voluntades. El mal no está en el cuerpo, sino en la incapacidad de pensar y dirigir hacia fines éticamente loables nuestros deseos y juicios. La carencia de pensamiento es la cuna donde se alberga la mala voluntad, raíz última del mal radical. 

Somos en la medida en que tenemos un cuerpo y aparecemos al mundo como una cosa significante. El ser y el aparecer están dados por nuestros cuerpos.