La democracia requiere de hombres y mujeres capaces de juzgar y decidir con independencia. Bien entendida y conocida a fondo, no propicia ni tolera a través de la educación partidismo de ningún tipo, ni la creación de patrones de conducta de indiferencia frente a los valores.

Lo primordial es enseñarle al ciudadano a adquirir conciencia de su propia dignidad y del alcance de la libertad, a fin de que conozca a plenitud sus derechos y aprenda a ser tolerante y entienda el valor de su apoyo a un Estado social de derecho. En cuanto a la religión, la libertad plena presupone el derecho a encontrar el sentido de la vida, por lo que nadie debe ser obligado a aceptar una perspectiva ética o religiosa. La escuela y el sistema de enseñanza no deben forzar a que se crea o acepte a Dios y mucho menos que se abrace una religión determinada.

Tenemos necesidad de propiciar un sistema educativo que transmita, más que conocimiento simple, una conciencia histórica. Lo contrario, la idea de una orientación  ideológica o religiosa a través de la educación dirigida, ya sea por el Estado, como es el caso de Cuba y lo fue el de la antigua Unión Soviética, o por grupos y castas religiosas o políticas, conduce irremisiblemente al tutelaje intelectual, con efectos terribles sobre la sociedad en general.

Entre nosotros la democracia es inoperante, a veces parece una ficción, porque su ejercicio no puede limitarse a las libertades políticas, sino también a alimentar expectativas de redención, tanto material como espiritual y es erróneo creer que esto último sólo se alcanza por medio de la adhesión a un credo o a un dogma de cualquier género, porque también los hay políticos. A despecho de nuestro amplio debate político-intelectual, estamos aún muy lejos de alcanzar un ejercicio pleno de la democracia, sin que podamos afirmar que hayamos encontrado el camino para llegar a ello.