La crisis desatada en México por los 6 asesinatos y 43 estudiantes desaparecidos, ocurridos en la ciudad de Iguala, estado de Guerrero, la noche del 26 de septiembre pasado, ha salido de las noticias diarias de la prensa internacional, pero sus repercusiones sobre la conciencia nacional mexicana siguen, como ondas expansivas, impactando en la vida política de ese gran país.

Las lecciones que fluyen de lo sucedido, así como el comportamiento de los políticos, incluyendo el del presidente Enrique Peña Nieto, deberían ser motivo de análisis y reflexión en República Dominicana.

En México -al igual que aquí- se ha venido aplicando de manera rigurosa desde la década de los ’80 la política de EEUU de prohibición y persecución de las drogas. El alto nivel de sangre derramada en las últimas décadas en Latinoamérica y el Caribe y los enormes recursos invertidos en la “guerra” contra las drogas, sin que se vea una disminución importante en los abrumadores niveles de violencia y corrupción, exigen una revisión y reorientación de las políticas nacionales. Un frio análisis de la evidencia apunta al fracaso de las políticas y leyes punitivas y prohibicionistas.

Con este propósito se ha convocado a todos los Estados a una Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas (UNGASS) en 2016, cónclave que presentará una oportunidad sin precedentes para repensar el marco internacional para el control de drogas.

En este sentido, resulta fundamental que en nuestro país se inicie un diálogo que permita a las autoridades adoptar una posición que refleje un consenso nacional sobre este tema de importancia trascendental. Encontrar un equilibrio entre seguridad, derechos humanos y desarrollo es un imperativo para el país y la comunidad internacional.

Cualquier analista de la situación dominicana está consciente de que aquí se prefiere no hablar sobre el tema de las drogas, y que la única postura aparentemente aceptable para las autoridades es duro contra éstas. Grave error.

En México, Peña Nieto apostó a que las reformas sociales, financieras y políticas llevadas a cabo bajo el acuerdo nacional de los tres partidos principales, el llamado “Pacto por México”, relanzaría la economía mexicana y que, si no se hablaba de la violencia, ésta -tal vez mágicamente- disminuiría. Durante dos años el guión prescrito por Pena le salió bien, hasta que le explotó en la cara la situación de Iguala sin estar preparado para evaluar el momento correctamente y actuar de manera oportuna.

Peña se tardó unos 11 días antes de hablar por primera vez sobre la masacre; cuando finalmente condenó las 6 muertes y desaparición de los 43 estudiantes ya la indignación nacional por la falta de liderazgo presidencial se había esparcido por todo el territorio mexicano.

En realidad, la penetración de grupos criminales en las estructuras políticas de México, venía siendo denunciada desde hacia tiempo. Eduardo Buscaglia –investigador de la Universidad de Columbia, ex asesor de la ONU y experto en crimen organizado, empezó a denunciar desde 2008 que “entre el 63% y el 67% de los municipios mexicanos estaban siendo capturados por grupos criminales”. Se le hizo caso omiso.

Es importante señalar que, a diferencia de nuestro país, existen dos México: uno, el pujante, que tiene acuerdos de libre comercio con 44 países, que concentra las grandes inversiones que se llevan a cabo en la industria automotriz (México acaba de superar a Brasil y ocupa el séptimo lugar como productor de autos en el mundo; será el sexto en 2020), que aumenta la producción de la industria aeronáutica al galope, que desarrolla las últimas tecnologías de la computación individualizada para el exigente consumidor estadounidense, y que tiene cuantiosas reservas de gas y petróleo, incluyendo las de esquisto.

Por otro lado, convive con el primero, el México que ha sido marginado por el progreso, cuya economía dependía de la producción agropecuaria y agrícola menor, de circuitos cortos, y que fue afectado negativamente por el tratado de libre comercio con EEUU, migrando una buena parte de su población, sobre todo los más calificados. Estas áreas, sobre todo rurales, en estados como Sinaloa, Michoacán y Guerrero, eventualmente comenzaron a depender de las transferencias del gobierno para sobrevivir y ante la falta de empleo, pobreza extrema y ausencia efectiva de autoridad central, comenzó a penetrar la droga.

Los tres partidos principales de la política mexicana, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) han compartido la conducción de los gobiernos locales a través de los dos México. A cualquiera de los otros dos partidos le pudo haber explotado directamente en la cara en otros municipios la crisis política que le terminó ocurriendo al PRD en Iguala. Fue el destino que le creó al PRD la tormenta política perfecta.