En la década de los años noventas, la opinión pública fue testigo de un intenso debate entre quienes proponían reducir la intervención del gobierno en la economía siguiendo el decálogo de políticas propuestas por el Consenso de Washington y quienes entendían que el gobierno es parte esencial del sistema económico capitalista, que además de rescatar a las empresas privadas en caso de quiebra, podía imprimir la dirección de las políticas de desarrollo. Este tipo de discusión es banal y se muestra justamente durante las crisis económicas.
En el país, durante la pandemia, todos los sectores, incluyendo aquellos opuestos a la participación del estado en la economía, acogieron los programas de financiamiento a las empresas conocido como FASE, así como del financiamiento de la demanda conocidos como Quédate en Casa o Pa’ti. También apoyaron los buenos negocios proporcionados a los bancos privados con dinero barato del Banco Central (BC) lo que, les permitió reestructurar préstamos vencidos y colocar préstamos a tasas de interés que garantizaran el nivel de ganancias establecido. Eso mismo ocurrió durante el 2008 en Estados Unidos y en la Unión Europea con la intervención de la Reserva Federal y el Banco Central Europeo para impedir la quiebra de los bancos. Nadie se opuso a la intervención estatal.
Frente a la quiebra de firmas privadas, la teoría económica de la libre competencia señala que los incompetentes salen del mercado por su incapacidad para sobrevivir a la competencia de otras firmas que utilizan mejor sus conocimientos y experiencia a fin de mantenerse en el mercado. No obstante, las diferentes administraciones públicas dominicanas no han permitido que opere la lógica de la competencia. En efecto, las empresas locales no quiebran o cuando salen del mercado resurgen con nuevas firmas igualmente poderosas. Un ejemplo paradigmático fue la quiebra fraudulenta de BANINTER, BANCREDITO y Banco Mercantil. Sus dueños siguen siendo ricos y operando otras empresas libres de riesgo.
Ciertamente, el estado ha tenido un rol limitado como regulador y sobre todo como constructor de una sociedad económica y políticamente mejor organizada. Los líderes políticos no han diseñado políticas económicas para mejorar el bienestar de todos los dominicanos; contrariamente las políticas públicas han estado al servicio del sector privado.
Durante las últimas cuatro décadas, especialmente desde 1996 hasta la fecha, los líderes políticos sólo trabajaron para enriquecerse conjuntamente con algunos emporios privados, miembros de los gremios empresariales. Los proyectos de inversión pública que contemplaron la contratación de empresas privadas se caracterizaron por ser poco transparentes y excesivamente caros; además de tener una pobre administración financiera. El resultado social y económico ha sido la elevada desigualdad y la pobreza, que tienen como causa fundamental el sub-empleo, el elevado desempleo ampliado y la congelación de los salarios reales respecto al crecimiento de la productividad, que ha crecido indeteniblemente durante los últimos diez años.
Esta discrepancia entre salarios reales y productividad es una violación a los principios elementales de la competencia en el mercado laboral. El estado obviamente ha sido utilizado para cerrar la brecha salarial respecto de la productividad a través de los programas sociales, en lugar de que el mercado de trabajo funcione como lo plantea la teoría. Ahora la pobreza se mide incluyendo las ayudas sociales netas de impuestos y obviamente con este artilugio metodológico se resuelve esta discrepancia, aunque los trabajadores continúan siendo pobres. El estado nuevamente ha jugado un papel que no le corresponde para mantener las ganancias del sector privado.
El estado no cumple con su papel cuando otorga indefinidamente incentivos fiscales y contratos especiales para favorecer al sector privado, sustituyendo la capacidad de administración de proyectos de inversión del gobierno creado a través de los años, por el sistema de administración de las Asociaciones Público-Privadas (APPs).
Habrá quien argumente que la administración pública de proyectos ha sido un fracaso a juzgar por la ineficiencia de las obras y, sobre todo por su elevadísimo costo. Pero toda la culpa no corresponde a los técnicos de la administración pública de los proyectos de inversión sino al resultado de un Gobierno Central esencialmente corrupto y con igual participación y responsabilidad del sector privado doméstico e internacional.
Siempre el sector privado ha participado en los proyectos de inversión pública. Pareciera que una de las razones para cambiar de modalidad es la renta y la falta de transparencia. Las APPs son contratos para intermediar en la implementación de la inversión pública. Quien administra el contrato gana una renta sin invertir nada, lo que obviamente formará parte de los costos de la inversión pública. A su vez, los sub-contratistas del dueño del contrato APP, también incluyen su tasa de beneficio la que se reflejará asimismo en el costo de la inversión del gobierno. De manera que el contrato APP resulta más caro que la administración pública de las inversiones del gobierno. Asimismo, habría que añadir al costo los imponderables de la inversión. Es decir, todo el riesgo para el gobierno y para el sector privado ganancia libre de riesgo.
En caso de que el contrato APP sea de diseño, financiamiento, construcción y administración del bien público, habría que sumarle a la inversión pública total el costo del financiamiento que la APP diligencie, que usualmente resulta más caro que el endeudamiento público. En otras palabras, el contrato APP es un mecanismo de creación de rentas sin inversión.
Cabe reconocer que los gobiernos dominicanos han sido históricamente ineficientes y por esto pareciera ser atractivo para el sector privado iniciar la aventura de las APPs. Si el gobierno tiene la intención de eliminar la corrupción, las APPs no son el mejor mecanismo para lograrlo dadas las debilidades institucionales en el país, puesto que no son transparentes. Peor aún, si los contratos son administrados por fideicomisos que, son constituidos para proteger el capital hasta de los propios accionistas y el gobierno. Lo que convertiría la lucha contra la corrupción en una verdadera pesadilla.
El sector privado construyó Pinalito, el Acueducto Hermanas Mirabal y Punta Catalina sin utilizar APPs y en todas ellas se produjo un aumento inexplicable de costos. Estos ejemplos debieran ser suficientes. En caso de que esas obras hubiesen sido contratos APPs, la administración privada de la inversión pública no hubiera permitido indagaciones de cómo se gastó el dinero público.
La transparencia, la lucha contra la corrupción y la impunidad debiera ser el eje fundamental que guie la inversión pública del gobierno del cambio. Señor presidente, no legalice la ilegalidad.