A Erwin Walter Palm le debemos la valoración de los edificios antiguos de Santo Domingo desde una visión academicista. En la conformación de un ideal nacionalista, los dominicanos conservaban el orgullo de haber sido el punto inicial de la cultura europea en América y los edificios coloniales, abandonados y víctimas del deterioro acumulado, representaban, de alguna manera, el testimonio de ese ideal.

Hilde-loewenstein y Erwin Walter Palm en el balneario Montecatini, 1936

Los grandes templos y edificios civiles servían de muestrario de épocas ya remotas en las que la ciudad gozó de un efímero esplendor, una marca de que aquí no hubo un territorio intrascendente sino un lugar que aglutinó la grandeza de la cultura grecolatina junto a un apogeo comercial y político extraordinario. Salvo en la literatura, los inmuebles que representaban ese espíritu histórico no formaron parte de estudios académicos ni mucho menos de políticas de conservación. Más bien se actuaba en ellos para trabajos de mantenimiento siempre con una visión de uso y no por su carga cultural. El más atractivo para los visitantes y locales era la antigua Casa del almirante, hoy Alcázar de Colón, ruina solitaria que motivó su adecuación para que pudiera ser recorrida a través de caminos y jardines que evocaban lo pictórico.

Cuando Erwin Walter Palm vino aquí en 1940 tras su travesía escapando del holocausto nazi encontró una ciudad que aun preservaba su imagen tradicional con una serie de inmuebles que estaban detenidos en el tiempo. Es muy probable que Santo Domingo le pareciera un asentamiento medieval perdido en una isla del Caribe, cuyas características le motivaron a descubrirla y a entender su proceso constructivo a través de la historia. Más allá de sus primacías, Palm se detuvo a leerla como conjunto, como un texto de estilos arcaicos como si se tratara de un documento escrito en el castellano antiguo, con sus detalles ornamentales, sus soluciones espaciales, su escala y su vocabulario enriquecido por la creatividad de tantos artesanos que insertaron sus propios códigos.

Aquí hubo una arquitectura purista, trasladada desde la metrópolis sin muchas modificaciones como sí sucederían en Tierra Firme con sus adaptaciones de experiencias prehispánicas que aquí no se incorporaron a la arquitectura. Palm intuyó, desde un principio, que Santo Domingo contenía los elementos propios de un románico simplificado, de un gótico adaptado y de variaciones renacentistas que poco a poco se unieron con un barroco que ganó preeminencia con los años. Sin embargo, para un espíritu investigador como el de Palm, intuirlo no servía de nada si no se demostraba con estudios apegados al rigor de una persona que se había doctorado en filología, arqueología y en historia del arte, conocedor de la arquitectura clásica en todas sus vertientes.

Erwin Walter Palm joven

De no haber sido tan fuerte el impacto que le produjo Santo Domingo y a la carencia de estudios que le sirvieran de apoyo para iniciar sus investigaciones, es muy probable que su paso por la isla fuera breve, tal como fue la de cientos de inmigrantes que se marcharon a México, a Argentina, Brasil y otros territorios de mayores oportunidades para el mundo intelectual. Los catorce años de estadía de Palm aquí junto a su brillante esposa Hilde Lowenstein (la futura gran poeta Hilde Domin) le permitieron conocer a fondo los edificios, la ciudad y el paisaje local, hacer estudios comparativos de los monumentos y descubrir de dónde venía cada pieza en ellos colocados, dónde existían detalles similares en inmuebles históricos europeos, qué razones existieron para que aquí se diseminaran, cuáles son los elementos únicos que solo aquí se encuentran y, por último, su clasificación, catalogación y validación.

Los Palm

Su obra cumbre, Los monumentos arquitectónicos de La Española (Universidad de Santo Domingo, 1955), es insuperable. Muchos otros textos publicados en diarios, en revistas y en libros completan su producción dominicana que, sumado a su larga lista de investigaciones sobre América, Andalucía, Oriente, los clásicos y Alemania, lo consolidan como figura de primer orden en el escenario académico internacional. Gracias a Erwin Walter Palm se establecieron los principios para la valoración del hoy llamado patrimonio cultural dominicano y sus estudios dieron pie para generar todo un proceso de rescate y valoración con el que se logró, finalmente, que esta ciudad se declarara, con justicia, Patrimonio Cultural Mundial.

Palm llegó con una maleta y una máquina de escribir a San Pedro de Macorís sin conocer nada del país ni de su idioma. Se incorporó al pequeño mundo intelectual local y logró formar parte del cuerpo docente de la Universidad de Santo Domingo. Ganó la beca Guggenheim que le permitió ampliar su formación en los Estados Unidos y abrió su vivienda de la Av. Independencia (hoy desparecida) para que allí se reunieran mentes avanzadas a compartir sus conocimientos, desde dominicanos a extranjeros que pasaron por el país para disfrutar de su hospitalidad, como fue el caso de André Breton.

Muchos de los que le conocieron han trasmitido sus experiencias con él: adusto, pensativo, inquieto, afable que, junto a su compañera, lograban crear un ambiente de camaradería bajo los efectos de los famosos daiquirís que ella preparaba. Él se decía poeta, Hilde se presentaba como fotógrafa (con una sólida formación académica impresionante en diferentes ramas); Palm publicó en la revista de la Poesía Sorprendida mientras ella jamás imaginó su destino como la gran poeta que se convirtió justo cuando se descubrió en su estancia en Santo Domingo.

Eduardo Tejeira, eminente arquitecto investigador de origen panameño -ya ido- me contó que fue el último doctorando de Erwin Walter Palm en la Universidad de Heidelberg, Alemania. El maestro, con fama de misterioso y erudito tenía manías particulares, como por ejemplo, adelantar o retrasar relojes a su conveniencia o cambiar datos históricos para retar a sus estudiantes a descubrir el error. Era exigente e implacable. Sin embargo, Tejeira recordaba la debilidad de Palm cuando algún visitante pasaba por la Escuela y decía que era dominicano. De inmediato su cara cambiaba y se convertía en un ser juguetón y alegre, conversador e insistente por saber cosas sobre la República Dominicana. Tal parece que su hoja de vida al nacer llegó destinada a Santo Domingo, justo un día como hoy, el 27 de agosto de 1910. Nosotros, desde la Fundación que lleva su nombre, seguimos en su travesía por los misterios que encierra la arquitectura dominicana.

 

Erwin Walter Palm
Portada del libro de Erwin Walter Palm en 1955