Muchos dirán que de nada sirve mirar atrás puesto que el tiempo y el olvido siempre harán su trabajo, consistente en impedir que la nostalgia y la melancolía se apoderen de nuestro estado de ánimo. No quisiera que mis lectores piensen que aspiro o pretendo ser el cronista de un mundo ya desaparecido, puesto que lo que me ocurre en verdad es el total convencimiento de que el recuerdo de las cosas es a menudo mejor que las cosas mismas.
El Roxy era un bar inexistente desde finales del siglo pasado ubicado en uno de los bajos del edificio Palamara aun en pie y en venta situado en la calle El Conde con Santomé. Su disposición estructural era similar a la del “Panamericano” instalado una esquina más arriba, en el sentido de que sus paredes exteriores eran acristaladas permitiéndoles a los comensales sentados en su interior, no solo observar a todo el que pasaba por la calle sino ser vistos a la vez por los transeúntes.
Al ingresar al mismo uno resultaba embestido por la ruidosa algarabía prevaleciente en su interior, donde una barra provista de taburetes a la derecha del local estaba presidida por un mural de China inspiración realizado por el pintor Virgilio García en cuyo extremo derecho y abajo había de rodillas una mujer de cara al observador que se reía de una manera homérica. Era el personaje más interesante, para mi gusto, de la virgiliana composición lamentando su actual desaparición.
Por lo general CAM era quien pontificaba y dirigía a quienes compartíamos su mesa, pero no siempre estábamos los que codeábamos junto a él ya que otros de puertoplateña proveniencia o no como Jorge Hart Efres, Freddy Vargas Candelario, Vinicio Villa, Luis Santos y Quico Mateo eran los comensales que asumían entonces el relevo. Las cervezas heladas y el ron de nacional elaboración eran las consumiciones que facilitaban una discreta embriaguez y las indiscretas confidencias.
Los divertidos comentarios de CAM; los cotilleos relacionados con personas y familiares residentes en la Novia del Atlántico; la convulsionada política de la época; los cercos policiales y las carnavalescas elecciones estudiantiles de la UASD; la Revolución Cubana; la guerra de Vietnam así como los Beatles y el surgimiento del Movimiento hippie entre otros, eran los temas que con mayor frecuencia abordábamos en la primavera de nuestras vidas.
Imposible olvidar la constante sentencia de CAM hay que beber en medio de los tragos y el gesto simultáneo de pasarse la palma de la mano abierta sobre la coronilla de su cabeza, usualmente acompañado de un efímero cerrar de ojos. Daba la impresión que en su mente se cocinaba algo no muy del agrado para algunos de los presentes y el circular sobo craneano era como un ademán para despistar las malquerencias que les sobrevenían.
Cómodamente sentados y amablemente refrigerados veíamos como en los viandantes las boinas, barbas y ropa verde olivo eran reemplazados por los afros y los pantalones campana; cómo dirigentes de FENEPIA, FOUPSA y la CASC protagonizaban mítines relámpagos en El Conde; cómo los KRISHNAS y su percusión ponían una nota de color insólita en otras comunidades del país, y cómo los cascos blancos de la Policía Nacional la emprendían contra los que alteraban el orden y el sosiego en la vía pública.
A los mozos del Roxy los conocíamos por sus nombres y apodos y ellos también por los nuestros, y cuando ellos consideraban que el alcohol se estaba haciendo con el dominio de la situación nos traían, sin haberlos ordenado, unos servicios de bolitas de queso aderezadas con catchup que eran unas delicias para los clientes. Cuando por una razón u otra nos apetecía algo mas pesado pasábamos al pequeño comedor del fondo donde podíamos degustar sabrosos platos chinos o criollos.
Como sucede en los bares muy concurridos de aquí como en España y toda Latinoamérica, existe un personaje que es todo un referente o sea, un individuo que por su diaria presencia en el mismo conoce de vista a la mayoría de los parroquianos. El del Roxy era el histórico MONCHO AMIAMA quien tenía además la gracia de por su carácter caerle bien a todo el mundo, y con su estudiada desfachatez despachaba sentado o de pie asuntos interpersonales de la mas variada naturaleza. Tengo siglos de no verle.
Había también un simpático y canoso médico de Baní cuyo nombre no recuerdo que también era fijo en el Roxy, sea porque su consultorio estaba en las vecindades o trabajaba en el cercano hospital Padre Billini, y hasta en bata de labores lo avisté en numerosas ocasiones. Era además el caso del misterioso hombre ya mayor que en solitario ocupaba una mesa de las esquinas o un taburete de la barra al que relacionaban con el gobierno de Trujillo o pertenecer a una aristocrática familia dominicana.
No puedo dejar de mencionar la música que la vellonera o rockola colocada entre la barra y el bar hacía de lírico contrapeso a la bulla imperante. Ofrecía bellas y hermosas selecciones melódicas de la época por solo cinco centavos y muy a menudo elegía tres piezas que aun gozan de mi entera complacencia. Eran: “La leyenda del beso” por los Churumbeles de España; “Arrabal amargo”’por Carlos Gardel y “Me da risa” por Lía Tuzent.
En el local que ocupaba antes éste recordado bar de la llamada zona de intramuros de la ciudad de Santo Domingo, hoy -mayo 2020- se encuentran dos ordinarios comercios conocidos como “Metro Azul” que ofrece bisturería china y el otro la joyería “Alexander”. Entré en el primero que está en la misma esquina quedando triste y estupefacto por el gris silencio que mostraba en contraposición con la algazar de antaño reinante. Rememoré de inmediato las palabras de Ofelia de Shakespeare al mirar la calavera de “Hamlet”: señores, haber visto lo que ví y ver ahora lo que veo.