Si bien el ejercicio de algunas potestades públicas está investido de cierta solemnidad, es evidente que el que mayor protocolo comporta es el de la primera magistratura de la nación, por aquello de que el presidente de la república es el número uno y es quien concita las mayores atenciones cuando de funcionarios públicos se trata.
La rigidez ceremoniosa asociada al presidencialismo, es a veces un camino muy tortuoso para algunos presidenciables que no resisten verse atrapados en medio de ese rito institucional que les obliga a proyectar una personalidad muy distante a su propia naturaleza.
Algunos suelen ser excesivamente protocolares y se comportan como seres robóticos, esbozando sonrisas y reverenciando con la inclinación de la cabeza según el libreto del ritualismo.
Hay otros que no pueden renegar su propia naturaleza, echan al zafacón las reglas protocolares, y terminan personalizando la solemnidad presidencial.
Lo cierto es que como se trata de políticos con objetivos definidos, cada uno recurre a sus particularidades para alcanzar la eficacia de sus propósitos, aunque el rompimiento de los protocolos pudiera arrastrar consecuencias adversas.
Esa realidad la recoge con mucho acierto el celebrado autor Robert Greene, quien en su obra “Las 48 Leyes del Poder”, se refiere a la conducta que debe adoptar un rey para ser tratado como tal, argumentando que la permanencia del monarca en el poder está íntimamente ligada al comportamiento que exhiba y a la manera de conducirse con sus gobernados, pues un proceder equivocado frente a éstos podría generarle la pérdida del aprecio que en alguna ocasión le tuvieran.
Y es que han sido varias las caídas estrepitosas de imperios que a raíz de comportamientos poco idóneos de sus reyes han perdido posiciones hegemónicas, grandes líderes han terminado condenados al olvido por la adopción de actitudes chabacanas o, a veces demasiado populistas durante la dirección de sus reinados; ejemplo de esto fue el rey Luis Felipe, sucesor de Carlos X, quien desde su llegada al poder prometía ser distinto. Esto a razón de que el recién designado emperador, sentía cierto desprecio por los ceremoniales, y la vestimenta propia de la realeza. Su carácter popular, sin lugar a dudas no pretendía instaurar una nueva forma de dominio real, tal y como lo había logrado hacer Napoleón Bonaparte durante sus años de gloria, sino que por el contrario, Luis Felipe perseguía pasar lo más desapercibido posible, para de esta manera mezclarse con la gente de clase media, y los hombres de negocios que lo habían designado.
Con el transcurso del tiempo la gente empezó a aborrecer el comportamiento excesivamente populista del rey, la aristocracia ya no toleraba a un soberano poco respetuoso de las solemnidades en el ejercicio de la potestad monárquica y finalmente terminó en su contra.
Igual actitud asumió más luego la clase pobre, insatisfecha con la conducta chabacana del monarca y la carencia de eficacia en el desempeño de sus obligaciones.
Más adelante, los hombres de negocios con los cuales el rey Luis Felipe se sentía más identificado, entendieron que eran ellos quienes dirigían el país, y comenzaron a tratarlo con desprecio o, al igual que a un subalterno.
Finalmente, las insurrecciones sucesivas dentro del país terminaron con la dinastía del rey populista quien se vio forzado a abdicar del cargo. Como otros, el rey Luís Felipe quiso ignorar que la primera magistratura requiere de cierta solemnidad para que pueda inspirar el respeto necesario en el mantenimiento de la convivencia social.
No hay necesidad de que el rey sea excesivamente ceremonioso, ni tan chabacano que profane la ritualidad del simbolismo presidencial. No ha de confundirse el porte real con la arrogancia porque esta es un defecto desdeñable, más la prudencia del rey en su comportamiento puede considerarse una virtud. No resulta prudente situarse muy por encima de la muchedumbre, como tampoco lo es asumir una posición muy aristocrática, es necesario mantener un balance para lograr la retención del poder y el aprecio de los súbditos.