El joven pintor Chartkov, protagonista de la siniestra narración “El retrato”, también es un artista, un pintor, como el Peskarev que conocimos en “La perspectiva Nevski”.
Peskarev sucumbe a los encantos de una belleza letal. Chartkov será victima de la ambición, de la traición a sus ideales artísticos, de la tentación del maligno.
“En ‘El retrato’ –dice Alejandro Jiménez- se sigue explorando la dualidad social de San Petersburgo pero desde una perspectiva distinta. En vez de analizar la contradicción entre la ilusión y lo real, se observan las consecuencias que en aquellos que no tienen riquezas ejerce el ansia de la posesión, mal entendida como un mecanismo de igualación social”.
Lo de Chartkov –dice Gógol- no tiene perdón ni justificación porque era un artista prometedor, talentoso, y “Quien ha recibido el don del talento debe tener el alma más pura que cualquiera. Muchas cosas que perdonarían a otros a él no se las perdonan”…Desperdiciar el talento es, sin duda un pecado capital, y usarlo mal es peor.
El encuentro de Chartkov con el retrato en una tienda de cuadros parecería fruto del azar si no sospecháramos desde el principio de la furtiva presencia del mal. El retrato lo encontró a él. Los ojos mirones del retrato lo miraron y lo eligieron a él.
“Aunque el retrato parecía inconcluso, sorprendía el vigor de la pincelada. Lo más extraordinario eran los ojos, donde el artista parecía haber empleado toda la energía de su pincel y todo su afanoso bienhacer. Los ojos miraban; sí, miraban sencillamente desde el retrato, cuya armonía parecían destruir con su vitalidad. La fuerza de la mirada se acentuó cuando llevó el retrato hacia la puerta y produjo la misma impresión en la gente. Una mujer que se había detenido detrás de Chartkov retrocedió gritando: ¡Me mira! ¡Está mirándome! Chartkov experimentó una desagradable sensación que no habría podido explicar y dejó el retrato en el suelo”.
El dueño de la tienda emplea entonces sus finas artes de mercader, reaviva o despierta su interés por la obra con una serie de ofertas que Chartkov no puede rechazar y finalmente la adquiere, casi sin darse cuenta. Todo induce a pensar que la obra lo adquirió a él:
“De esta manera totalmente inesperada adquirió Chartkov el
retrato antiguo, al tiempo que se decía: “¿Para qué lo habré comprado? ¿Qué falta me hacía?. Pero ya no tenía remedio”.
Tiempo más tarde, en su estudio, volverá sentir la presión de aquellos ojos demoníacos:
“Terminaba de pronunciar estas palabras cuando se estremeció de pronto y palideció: un rostro convulsamente desfigurado lo miraba desde detrás de un cuadro… La sensación de temor desapareció al instante. Era el retrato comprado aquella tarde y del que se había olvidado por completo. El resplandor de la luna, que iluminaba la estancia, caía sobre él, comunicándole una extraña movilidad”…
Razonando en términos estéticos sobre la naturaleza del arte, el narrador intenta dar una explicación a lo inexplicable:
“Será que la imitación servil y exacta de lo natural constituye ya un fallo y resulta como un grito agudo y disonante?, ¿O será que un objeto tomado sin interés ni sensibilidad, sin que exista una compenetración, se manifiesta únicamente en su espantosa realidad, privado del resplandor de esa idea inaccesible oculta en cada cosa?”
La presencia del mal, la invasión del mal se impone, sin embargo, por encima de cualquier reflexión sobre la naturaleza del arte, a la que Gógol dedicó tanta atención como a la naturaleza del demonio. Es quizás la única explicación posible:
“De nuevo se acercó al retrato para examinar aquellos ojos prodigiosos, y notó con espanto que estaban efectivamente mirándolo. Aquello no era ya una copia del natural: era la extraña vivacidad que hubiera iluminado el rostro de un cadáver salido de su tumba… Espantado, miraba fijamente, como queriendo convencerse de que era una ficción. El caso es que, de pronto y sin saber por qué, el pintor sintió miedo”.
Ya era tarde. Su vida no volvería a ser la misma. Bajo el influjo de las fuerzas del mal abandonaría sus ideales, emprendería el camino del éxito, del reconocimiento social, la riqueza, la fama, y en ese mismo camino se le pudre el alma.
Cuando intenta reaccionar, volver a sus orígenes, se enfrentará a los más amargos descubrimientos, experimentara la impotencia del artista renegado y ya estéril:
“Durante cosa de un minuto, permaneció quieto e insensible
en medio de su espléndido estudio. Todas sus fibras y toda su
vida despertaron dentro de él instantáneamente, igual que si
hubiera vuelto a su juventud, igual que si se encendieran de nuevo
las chispas extinguidas de su talento. Había caido de repente
la venda que cubría sus ojos. ¡Dios! ¡Había sacrificado
despiadadamente, los mejores años de su juventud! ¡Había destruido y apagado la chispa de un fuego que quizá alentaba en su pecho, que quizá hubiera alcanzado ahora plenitud de grandeza
y hermosura, que quizá hiciera brotar también lágrimas de asombro y gratitud! ¡Y lo había destruido todo, lo había destruido sin la menor compasión! Creyó sentir que, de golpe y repentinamente, revivían en su alma todos los afanes y los ímpetus experimentados en tiempos. Tomó un pincel y se aproximó a un lienzo. El sudor del esfuerzo perló su rostro. Todo en él era deseo de dar vida a una idea; quería representar un ángel caido. Era la idea que mejor recordaba con su estado de ánimo. Pero, ¡ay!, las figuras, las actitudes, los grupos y las ideas iban apareciendo forzados e incoherentes. El pincel y la imaginación estaban ya excesivamente acotados, y el estéril impulso de romper barreras y las trabas impuestas por ellos mismos sólo conducía a incorrecciones y errores. Había desdeñado la larga y fatigosa escalera del estudio paulatino y de las leyes primordiales en que se basa toda gran creación futura. Embargado por la contrariedad, mandó sacar del estudio todas sus últimas obras, todos los cuadros de moda carentes de vida, los retratos de húsares, grandes damas y consejeros de Estado. Dio orden de no franquear la puerta a nadie y, recluido en su estudio, se entregó de pleno al trabajo con la paciencia de un joven principiante, de un aprendiz. Pero ¡con qué implacable ingratitud pagaba sus esfuerzos lo que salía de sus pinceles! Lo frenaba a cada paso la ignorancia de los elementos más rudimentarios. Un mecanismo simple e insignificante helaba cualquier impulso y alzaba una barrera infranqueable para la imaginación. Mecánicamente, el pincel volvía a las formas troqueladas: las manos adoptaban la posición acostumbrada, la cabeza no osaba tomar un giro nuevo y hasta las vestiduras se rebelaban y repetían los pliegues de siempre, en lugar de amoldarse a una postura nueva del cuerpo. Y Chartkov lo notaba, se daba perfecta cuenta de ello”.
Algo semejante ocurriría a Gógol, aunque por causas muy diferentes, cuando intentó escribir la segunda parte de “Las almas muertas”
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