Dentro de la amplia gama de mitos contenidos en la epopeya homérica de La Ilíada se destaca la historia de Quimera (del latín chimaera y del griego chímaira), el monstruo hijo de Tifón y Equidna con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón, que con su escupitajo de llamas azotó los territorios del Asia Menor hasta ser muerto por Belerofonte, aquel magnífico jinete del caballo alado Pegaso. Aún se conservan múltiples representaciones de dicha leyenda, entre ellas una de las más antiguas y de mayor valor histórico: la quimera de Arezzo, elegantísima pieza de arte etrusco expuesta en el Museo arqueológico de Florencia. Jamás supuso el hombre de los tiempos remotos que la modernidad iba a encontrarse con quimeras de carne y hueso, unas naturalmente concebidas, y otras nacidas gracias a la bioingeniería genética, tal como ha indicado recientemente un grupo de investigadores en la prestigiosa revista científica Nature.
En términos estrictamente biológicos, el quimerismo aparece con el advenimiento de la tipificación sanguínea luego de descubrirse que algunos individuos sanos comparten en sus órganos y tejidos células portadoras de material genético distinto, es decir, con más de dos tipos de ADN, lo cual implicaría tener “dos seres” en el cuerpo de uno. El escenario que más comúnmente conlleva al quimerismo resulta de la compartición de células madres de embriones mellizos fallecidos intra-utero transportadas a través de la sangre placentaria. Dichas células se alojan de forma permanente en la medula ósea del embrión sobreviviente y no son descubiertas a menos que así lo permitan pruebas histo-genéticas realizadas tiempo después de manera fortuita.
El rápido crecimiento de la fertilización in vitro (en la cual se puede insertar más de un huevo en el útero a fin de incrementar la probabilidad de embarazo exitoso) ha contribuido a que la identificación del quimerismo sea cada vez más frecuente. Otras de sus variantes suceden en los pacientes sometidos a trasplante de medula ósea, y, aunque raramente, en algunos receptores de transfusiones sanguíneas quienes, ya sea de manera permanente, como en el primer caso, o temporalmente como lo sucedido tras una transfusión, se convierten en portadores de dos sets de material genético. De hecho, publicaciones médicas hablan de que incluso durante embarazos normales la migración de células madres fetales a los órganos maternos podría ser de suficiente magnitud como para alojarlas permanentemente en el cerebro, hígado o médula y ser descubiertas, una vez más de forma casual décadas después. Hasta aquí hemos descrito una suerte de “curiosidad científica” incapaz de provocar revuelo alguno, mas, como veremos, el tema se ha complicado gracias al cuasi fantasmagórico progreso de la ingeniería genética.
La revista mencionada más arriba, detalla en su ejemplar correspondiente al mes de diciembre del recién finalizado año un resumen de los logros alcanzados hasta hoy en el diseño de quimeras de laboratorio; donde el cruce de especies (ratas y ratones, cabras y ovejos, pollos y codornices) no sólo es un hecho, sino que otras “verdaderas quimeras” han sido “creadas” exitosamente cultivando células humanas en embriones de cerdos y pollos. Científicos californianos del laboratorio de genética Salk discuten en dicho artículo, con todo el rigor que el tema merece, los logros con que contamos y las limitaciones aún por vencer en este campo: la gestión de un código ético que respete los animales huéspedes, la obtención legal de células madres, la regulación de los procesos de experimentación, la determinación responsable de los criterios sobre su uso, etc. etc.
Ciertamente, no es para menos. Porque las preocupaciones potenciales y reales acerca de los conflictos que serían desencadenados por esta ya no tan ficticia empresa de la ciencia contemporánea son múltiples y variopintos. Supongamos, a título de ejemplo, que los animales receptores de células madres humanas –las quimeras de laboratorio– de pronto adquieran características más cercanas a rasgos humanizados que a los animales; que sus gametos (el material genético) sean parcialmente humanos, que adopten funciones trasmitidas por células humanas (cognitivas, por ejemplo), o aún más, que de pronto desarrollen rasgos fenotípicamente humanoides, es decir, que asuman apariencia física de mujer u hombre… Aunque son pocas las probabilidades de que esto suceda justo ahora, al paso que corre la experimentación no sorprendería que dispongamos del potencial de llegar a tal situación en un futuro no muy distante, y así lo han advertido los expertos.
Como muestra de la pertinencia de dicha advertencia cabe traer a colación el hecho de que hace poco la revista de genética Cell Stem Cell haya publicado los resultados de un experimento ilustrativo de la inmensa posibilidad de regeneración y expansión de las neuronas humanas, y sobre todo, de cómo estas son capaces de ejercer tales funciones incluso en tejidos pertenecientes a otras especies. Investigadores de la Universidad de Rochester introdujeron muestras de dichas células en el encéfalo de ratones y lograron demostrar utilizando sofisticados métodos de análisis, que estos pudieron desarrollar una mayor plasticidad sináptica; en palabras simples: las ratas trasplantadas mejoraron la memoria y el aprendizaje, evidentemente, ¡se humanizaron!
Sobra decir que las motivaciones detrás del debate que respecto a la bioingeniería acontece en la actualidad no están alimentadas por pura o morbosa curiosidad, más bien se trata de un saludable intercambio ya que, ¡en nuestras propias narices!, nos arriesgamos a perder una oportunidad nunca antes vista: el poder contar con una reserva eminentemente natural a fin de corregir (y curar) el cúmulo de enfermedades letales que fármacos y procedimientos han sido incapaces de controlar.
Detengámonos a pensar en los miles de niños y adultos que en todo el mundo fallecen día a día aguardando la llegada de la muerte de un desdichado para lograr recibir un trasplante; la carga financiera y social que las naciones económicamente desaventajadas han de llevar en sus hombros producto de dichas enfermedades; y sobre todo, la inhumana realidad que confrontan padres, hermanas e hijos que impotentes, miran a sus seres queridos fallecer por faltos de una médula ósea o un riñón trasplantable. ¿Guarda acaso esta situación similitud alguna con la definición de “quimérico” que aparece en el diccionario de la Real Academia de la lengua (“fabuloso, fingido o imaginado sin fundamento”)?
En la literatura abundan los títulos que abrazan el concepto de quimera allende la biología y como cuasi-sinónimo de utopía; el debutante fue “El jardín de las quimeras” de Francisco Villaespesa, publicado en 1909; le sigue el primer poemario de Margarite Yourcenar quien le dio a conocer en 1921 bajo el mismo título; y por último, Emile Cioran entregó “ese ajuste de cuentas con la ilusión omnipresente en la que vive cegado y envilecido por sus propias quimeras, el ser humano” en un texto titulado por el malogrado autor “El libro de las quimeras” en un lejano 1936. Entiéndase que aquí no perseguimos poética alguna. Pretendemos enlazar la idea de lo inalcanzable con la realidad de lo posible (y necesario) en el contexto de un logro científico que apenas dos lustros atrás era tema de ciencia ficción.
Aún más, de ser necesario, ¿no sería justo acudir a la metáfora a fin de hacer realidad lo que aparenta sueño; redefinir lo que Tomás Moro planteó como perfección en 1516 (utopía: “cosa deseable que parece de muy difícil realización”, según el diccionario de la REA); lograr que quimera, “aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo” (Ibídem), sí lo sea?