Pensar siempre será un reto. Un desafió en cualquier ámbito de la vida familiar, política y religiosa. Se le pide al que piensa que abandone su postura, que salga del ruedo y que no cuestione ni arroje luz sobre las sombras. Quien nada contra la corriente tiene muchas posibilidades de ahogarse y sucumbir. No ha de sorprendernos ya que el salmón es el único pez que asciende en vía contraria a la corriente. Lo hace cuando va a llevar sus huevos a su lugar de origen, aquel del que partió y hacia donde le llevará su muerte. Podríamos por tanto colegir que todo aquel que se sitúa en la acera opuesta está asumiendo el riesgo de ser eliminado o en el mejor de los casos, acosado o ignorado. En la práctica, ser contestatario tiene mucho de inmolación, de jugarse la faja allá donde otros hacen de avestruz.

En el plano familiar, implica no tocar llagas ocultas y simular que todo va de maravilla. Uno elige a quien le pasará el rodillo y todos en silencio, al menos los más hipócritas le llevarán flores a su tumba. Pero si ese individuo es un rebelde, en el buen sentido del término, va a saber sobrevivir al acoso y a los golpes bajos del destino.

La política tiene herramientas más perversas, menos sutiles para anular la voz que desentona. Primero se le aísla, se le separa de la manada, luego se estigmatiza, se marca y se ofrece a los tiburones. El sacrificio se convierte en una orgía visual reconfortante para los que permanecen unidos alrededor de la cerca, como fieles borregos. El espectáculo no deja de ser repugnante. Ahora bien, si ese elemento discordante en la política decide sobrevivir, se verá compelido a emigrar, a salir del campo visual del enemigo, a volverse un paria, contertulio de café, un ser invisible, un ciudadano más, un anónimo.

Ir contra la corriente en el campo religioso es, aún si cabe, más peligroso. El método para eliminar contrarios no es delicado, sin piedad te ahogan entre sus paredes. Nadie escucha el grito del hereje, la salmodia bloquea el oído e impide despertar. Hay una especie de boa gigante engullendo a sus presas, casi siempre en habitaciones ocultas del convento. Cuando alguien da con ellas sin querer el escalofrío es espantoso, puede sentir la respiración y el ultimo aullido de tortura de las beguinas.

El corolario final significa que solo somos seres humanos en la medida en que defendemos nuestra individualidad, nuestro derecho a expresarnos. Los artistas, y cuando digo artistas me refiero a quienes tienen la capacidad de ver el mundo con ojos críticos y la practican, condenan a aquellos, que mediante mascaras acústicas -como diría Elías Canetti- ocultan lo indebido, lo injusto. Los artistas sobreviven por esa capacidad de cuestionar el mundo, de ponerlo todo patas arriba, y por negarse a aceptar el abuso en cualquiera de sus formas y manifestaciones. Sobre todo en una de las más perversas de todas ellas: la indiferencia.