Desde antes de finalizar la centuria pasada  el emblemático restaurant MARIO situado en la esquina de la calle Mercedes con  Pina frente al parque Independencia en la ciudad capital, se mudó a un local mas nuevo y espacioso en la avenida 27 de febrero no muy lejos de su intersección con la Winston Churchill, que no obstante conservar la calidad de su cocina de antaño había algo que no cuadraba a su clientela y que nos hacía recordar aquel dicho español de nunca segundas partes fueron buenas.

Por el rescate y remozamiento emprendidos para restaurar la vieja muralla de la ciudad, fue demolido también el viejo inmueble de dos niveles que por años lo albergó corriendo igual suerte el Partido Revolucionario  Social Cristiano -PRSC-, la antigua farmacia “Esmeralda” y la famosa emisora “Radio Guarachita” propiedad de Rhadamés Aracena cuyos mensajes, música y programaciones artísticas fue toda una sensación tanto en la capital como en los pueblos y campos del interior del país.

Tenía el MARIO una barra para tragos y un bar de notables dimensiones así como dos comedores: uno popular cuyo ingreso se hacía también por la calle Mercedes y uno supuestamente de lujo llamado “Salón azul” donde se accedía luego de ascender un par de escalones localizados al lado de la barra. Una de sus paredes acristaladas provista de rejas de hierro daba a la calle Pina que separaba al restaurant del edificio y gasolinera de la ESSO de enfrente.

Fueron tantas las veces que en compañía de CAM o con otros comensales almorzamos -a cenar pocas veces- en este lugar que hasta Mario y su diligente esposa que como anfitriones recibían a los clientes con la austeridad y dureza facial de los orientales, nos acogían en cambio con la familiar sonrisa con que se reciben a los habituales de larga data, y solamente cuando estaba al completo no ocupábamos otro comedor que no fuera el “Salón azul”.

Más que en los bares y la calle El Conde, los restaurantes eran los escenarios donde CAM ponía en evidencia su exquisito quijotismo sea al ordenar, apreciar, degustar y hacer comentarios divertidos sobre platos y bebidas. Era poco probable que en la nada turística Puerto Plata de entonces o en su casa paterna estuviera familiarizado con los conocimientos que supone la haute cuisine. Por eso en estas ocasiones su acostumbrada mistificación bordeaba el delirio resultando la mar de entretenido.

La ginebra inglesa Beefeater; los aperitivos franceses Dubonnet, Noally  Prat o un jerez helado; los vinos blancos del Rhin, rojos franceses o moscatel de España según se ordenaran carnes rojas, blancas o pastas, y como digestivos Cointreau o Lemoncello italiano eran las bebidas usualmente requeridas. Las entradas las dejábamos a discreción de los mozos siendo Juan, unos de los mas antiguos en el servicio, quien nos atendía una vez que  reparaba en nuestra presencia.

Habían dos ordenes en el MARIO que siempre gozaron de nuestra predilección: uno era el denominado London broiles -creo que con un valor de 5 o 10 peso en el menú- que venía encerrado en una fuente plateada y al destaparla un aromático vapor invadía las fosas nasales; eran rebanadas de carne roja solo aquí servidas. El otro era el Plato azul considerado como el buque insignia de su cocina y que solamente en este restaurant podía ser degustado.

Otros servicios abundantes y de gastronómica calidad podían ser demandados caracterizándose CAM por reclamar con frecuencia la salsa inglesa Lea y Perrins para su aliño o aderezo; siempre sospeché que su extraño sabor no podía ser de su entero agrado hasta que un día me confesó que la requería al satisfacerle la pronunciación de su nombre: tráeme por favor la salsa inglesa. Así era de jocoso y presuntuoso este inolvidable condiscípulo.

A los jóvenes que se iniciaban en la restauración los encargaban primeramente de servir el agua en las mesas y CAM utilizaba la genérica designación de aguateritos para su oportuno requerimiento. Siempre me provocaba un íntimo contentamiento ver a los propietarios del restaurant almorzando o cenando en una de las mesas del local, que en cierta medida consistía en una prueba de la gran valoración que tenían de su reputada culinaria.

Fueron contadas las ocasiones en que fuimos a MARIO en plan de beber cervezas o ron en su bar o barra, pero estos espacios eran muy usados entonces por aquellas personas que privilegiaban la discreción, la intimidad ya que oscuros cortinajes protegían de la indiscreción ajena y un leve claroscuro favorecía cualquier moderado acercamiento. No puedo precisar si existían los llamados reservados, y en caso de haberlos no estaban provistos de cortinas.

Mi postre preferido era la Cassata un sólido helado italiano conformado por varias capas de diferentes sabores; cáscaras de naranjas agrias confitadas que garantizaban una eficaz como presurosa digestión, así como un quesillo de leche de fabricación propia que luego de más de 50 años aun saboreo. A veces ofertaban casquitos de guayaba con queso blanco que me hacían pensar que luego de su degustación era cierto que todo seguiría igual pero nada sería como antes.

MARIO fue en definitiva uno de los grandes templos de la gastronomía china, criolla e internacional en el último tercio del siglo pasado en la ciudad de Santo Domingo, y aunque siempre parecen tristes y melancólicas las cosas que fueron, que pasaron, el saber que durante  mi existencia pude saborear con frecuencia su mítica cocina y a la vez disfrutar del plácido ambiente que en el prevalecía, hace convencerme de la certeza de quien advirtió aquello de que solo se vive una vez.