Sería quizás una perogrullada afirmar, que durante los años 60 del siglo que por fortuna hemos sobrevivido, entre los restaurantes de comida española existentes en el país el mejor rankeado y sofisticado era LINA ubicado en la ciudad de Santo Domingo en la avenida Independencia entre Las Carreras y la Presidente Peynado. Hace años fue trasladado al hotel homónimo en la avenida Máximo Gómez con 27 de febrero.
Se decía entonces que su propietaria Marcelina Aguado De la Rosa había venido al país como chef de boca de uno de los hijos del dictador y luego montó su negocio de restauración. Al igual que acontece con muchos restaurantes de categoría y exquisita comida en el extranjero, la fachada de LINA era completamente anodina así como también su tamaño siendo de pequeñas proporciones donde la longitud superaba con creces su anchura.
Como a este establecimiento acudía por lo general la flor y el perfume de la sociedad capitaleña y de los representantes de Organismos internacionales y diplomáticos aquí acreditados, CAM se sentía como nadar en aguas conocidas y sus dotes de actor y comediante de común acuerdo con su reconocido afán de impresionar favorablemente a los demás, permitían el afloramiento de esa faceta rocambolesca que a todas sus amistades regocijaba.
Eramos fijos los martes de cada semana pues había una oferta -cinco pesos la orden- de un sabroso cocido español servido a la manera madrileña, o sea la sopa servida independiente y los sólidos aparte, o a la andaluza con todo mezclado. Por ello conocimos a todos los mozos logrando con uno de ellos llamado Juancito un grado de familiaridad tal que no solo nos saludábamos y conversábamos en las calles sino que hasta nos concedió crédito que religiosamente pagábamos.
Como se dice que la nobleza obliga en este escenario nos poníamos remilgados o sea en consonancia con los sofisticados concurrentes ordenando como entrada salpicón de mariscos, gazpacho andaluz o jamón con piña. La bebida era Saint Emilion o el afrutado Sauternes dependiendo si escogíamos carnes rojas, paella o pescado. Como he dicho, acostumbraba CAM solicitar un servicio no tanto por la exquisitez del plato sino más bien por el posible revuelo que podía concitar entre los asistentes y la presunta distinción que nos atribuía.
Para esto último le requería a Juancito o a cualquier otro camarero que nos flambeara, llameara una carne. Para ello debía acercarse a nuestra mesa una especie de atril donde en una sartén con brandy se encendía éste mediante una cerilla para el cocimiento del yantar. Quienes han asistido a esta ceremonia culinaria han notado que el alcohol arde con una llama viva, azul y serpenteante que súbitamente ilumina todo el rededor de la mesa.
Mientras el mozo estaba en su asunto y a la vez nos hablaba sobre nuestro punto de cocción favorito, la llamarada y su resplandor atraían sobre nosotros la mirada de casi toda la sala pensando tal vez que éramos unos gourmets de alta jerarquía aunque nuestro físico e indumentaria no se correspondían con esta definición. La sonrisita de CAM al verse objeto del fisgoneo de una concurrencia tan insigne como adinerada era de un sarcasmo memorable.
A veces sin abrir el menú ordenaba para sí un T bone steak -bone en inglés es hueso y la orden consistía en un bistec alrededor de un hueso en forma de la letra T- y si alguien de nuestra compañía se extrañaba por tan exótico pedido su contentamiento se desbordaba para luego decirme a sotto voce para joderlo. Es decir que su demanda obedecía al interés que tenía de que ese alguien se asombrara de sus conocimientos en la fina gastronomía.
De postre le encantaba que le aproximaran el carrito que los contenía y su elección al igual que la mía, era la tarta helada que la servían con unos apetitosos churretones de caramelo; me encantaba su milhojas y en ocasiones durante su cosecha nos decantábamos por un melón cantaloupe al cual se les habían extraído sus semillas y en su lugar se rellenaba con helado de vainilla o turrón. Servido en mitades, la mezcla de ambas cosas era una delicatessen.
Le fascinaba a CAM llevar a cabo una acción leída en Proust, Cocteau o Pearl S. Buck que estribaba en luego de comer pedir permiso para ir a la cocina del restaurant con el propósito de darles gracias a los cocineros por la excelente preparación de los manjares consumidos. Tras el cumplimiento de esta mistificación al retornar a la mesa solía advertirme: Pilarya, sólo Doña Dora lo supera. Esta señora era la madre de su amigo Jochy Russo que al parecer era un cordón azul en el mundo de los fogones.
Tal y como sucedió con el MARIO, la mudanza del LINA hizo que por diversas motivaciones la parroquia de aquellos felices años 60 desertara y fuera reemplazada por otra donde el buen gusto y el savoir faire estaban ausentes. Únicamente íbamos el Día de Acción de Gracias al complacerle a mi desaparecido cicerone la jalea de batata que acompañaba el servicio de pavo tradicional en ese día del año.
Al representar el centro de sana diversión e ilustración para quienes formábamos su entorno y celebrarles sus mistificaciones, intemperancias y ocasionales excesos, la fatídica muerte de CAM hace precisamente 40 años -casi los mismos que vivió- supuso, al menos para mí, un placer menos en la vida, notando además que en varios de sus ex condiscípulos el olvido ha perdido la batalla contra el recuerdo ya que en nuestras conversaciones siempre rememoramos su escurridiza figura.