El ejercicio de la libertad requiere de los ciudadanos un alto nivel de responsabilidad y de civismo y la inobservancia de esos principios básicos terminará erosionando el clima democrático. Muchos dominicanos confunden su derecho legítimo a la protesta con el supuesto derecho a irrespetar las leyes, desconocer la autoridad y hacer uso de la violencia para canalizar inquietudes o defender sus intereses particulares o de grupos. La arrogancia de esos grupos llega al extremo de pretender de los demás el endoso como borregos de sus actuaciones y, peor aún, de adueñarse de la facultad de juzgarlos sumariamente.
Bajo cualquier pretexto, los gremios sindicales y profesionales faltan a su obligación al dejar sin servicio a quienes están en el deber de atender, para asaltar las calles en demandas de todo tipo, irónicamente en menoscabo muchas veces del alcance de sus propios reclamos y en desconocimiento casi siempre de los derechos de los demás. Se han dado casos muy emblemáticos de esa carencia de responsabilidad ciudadana. Por ejemplo, los ocurridos en zonas turísticas. En repetidas ocasiones, los reclamos han llegado a crear en esos lugares ambientes de intimidación incluso entre los propios turistas, con un impacto muy negativo para el sector y en espacial para quienes viven y se benefician de la actividad, entre los que paradójicamente suelen encontrarse los manifestantes.
Esa deplorable realidad no es más que el fruto del pobre nivel de civismo resultante de la creencia generalizada de que el reclamo ciudadano no está sujeto a límite alguno, lo cual es falso incluso en los casos en que la motivación se inspira en una causa justa y humanitaria. Protestar es un derecho, pero hacerlo demanda un conocimiento cabal de las limitaciones que toda sociedad organizada establece en aras de la convivencia civilizada. Las naciones, como los individuos, suelen caer en las fosas que cavan.