En política hay muchas maneras de alcanzar popularidad y el uso discrecional de los recursos públicos, a veces en riña con la ley y el buen sentido, ayuda a conseguirla e incluso a preservarla por un buen tiempo. La historia reciente del país lo avala a plenitud. La adhesión comprada con la riqueza nacional no dura, sin embargo, para siempre y el quehacer político cotidiano está lleno de ejemplos.
La mayoría de nuestros políticos preferiría el aplauso al reconocimiento nacido del respeto que se obtiene con una estricta observancia de las leyes y la Constitución. A diferencia de quienes le precedieron, el presidente Danilo Medina se afana por ganarse ese respeto. Yo que voté en su contra y he sido y seguiré siendo su crítico, puedo afirmarlo. La aplicación de la ley que destina el 4% del PIB a la educación preuniversitaria, la tanda escolar extendida, la ampliación del desayuno, el almuerzo y la merienda en los planteles públicos, su preocupación por las Pymes, su respaldo a los pequeños productores del campo y lo que se reconoce como un estricto cumplimiento de la ley de contratación y compra por el Estado, lo atestiguan.
El oropel y las luces no se ven ya, por lo menos en la misma intensidad, en los ambientes oficiales, y el legado de corrupción que encontró al asumir el cargo, no es, para ser justo, de factura suya, aunque la lealtad partidaria le obligue o empuje a pagar parte de su alto costo político. En su trato diario con los ciudadanos no avasalla con su autoridad.
El respeto de sus compatriotas es el atributo más alto al que puede aspirar un gobernante comprometido con el bienestar y el futuro de su país. Ese respeto reclama tiempo y sacrificios y casi siempre desgasta. Hasta ahora, él se ha ganado el mío, a despecho de mi postura crítica y las diferencias que pudieran políticamente distanciarnos. Y creo no equivocarme si digo también que la de muchos de sus contrarios.