Peor remedio que la enfermedad que se pretende prevenir o curar es la censura, aun aquella impuesta con las mejores intenciones del censor:  defender de las expresiones consideradas ofensivas a los débiles, a los puros, a lo más sagrado.

En su antología de doce ensayos de 1996, publicada en versión española en 2007 bajo el título de Contra la censura: ensayos sobre la pasión de silenciar, el Nobel de Literatura 2003, J. M. Coetzee, reflexiona a partir de sus vivencias como escritor en la Sudáfrica del apartheid y sus extensas lecturas para pronunciarse visceralmente en contra de la supresión de cualquier forma de expresión pública:

El censor actúa, o cree que actúa, en interés de la comunidad. En la práctica es frecuente que exprese la indignación de la comunidad o que imagine dicha indignación y la exprese; en ocasiones imagina tanto la comunidad como la indignación de ésta… No soy capaz de alinearme con el censor, no sólo debido a una actitud escéptica, en parte temperamental, en parte profesional, hacia las pasiones que llevan a ofenderse, sino también debido a la realidad histórica que he vivido y a la experiencia de lo que llega a ser la censura una vez se instituye y se institucionaliza. Ni en mi experiencia ni en mis lecturas hay nada que me convenza de que la censura estatal no es algo intrínsecamente malo, ya que los males que encarna y los que fomenta son mayores, a largo e incluso a medio plazo, que cualquier beneficio que pueda asegurarse que se deriva de ella. Esta valoración no es desinteresada.

Portada del libro de J.M. Coetzee

Coetzee admite que algunas de las formas asumidas por la libre expresión son desafortunadas y molestosas, pero insiste en que ello es parte del precio de la libertad. A la larga no hay manera de ejercer la censura sin abusar del poder de árbitro absoluto, “una vez se instituye y se institucionaliza”.

A nuestro oído hipersensible a la limitación de la libertad de expresión, suena a censura el acápite 27 del artículo 34 del “Manual de Usuario de los servicios del Metro y Teleférico de Santo Domingo” recién publicado por la OPRET, al prohibir: “Realizar cantos, actos, oraciones o discursos de proselitismo político o religioso, que afecten la tranquilidad en el viaje a otros usuarios.” Aunque entendemos que la intención de esta disposición es salvaguardar a los usuarios del transporte público del proselitismo perturbador en base a escándalo y acoso, al enfocar específicamente la expresión religiosa y política esta prohibición se presta a la eventual supresión de la libertad de expresión no por la forma, sino por el contenido heterodoxo de lo expresado. De hecho, el acápite 25 prohíbe “perturbar a los demás usuarios”, lo que es sinónimo de “afectar la tranquilidad en el viaje a otros usuarios”, y abarca cualquier actividad acrobática, artística, educativa, informativa, política, religiosa, o de cualquier otra índole, pues no es limitativo. Por otro lado, el acápite 30 es explícito en su prohibición genérica de: “Utilizar equipos electrónicos, radios, grabadoras y similares con la reproducción de audios que alteren la tranquilidad del viaje a los demás usuarios” (quizás conviene además especificar la utilización de megáfonos y celulares entre los equipos electrónicos prohibidos). Por tanto, no es necesario el párrafo 27 enfocando exclusivamente la actividad política y religiosa, que son las expresiones tradicionalmente más sensibles a la censura discriminatoria del Estado. No es preciso silenciar la expresión política y religiosa en espacios públicos, es suficiente regular toda clase de expresión de manera que el uso de ese derecho constitucional no perturbe a los demás usuarios por su forma inapropiada al lugar y las circunstancias.

No es conveniente silenciar la libre expresión de ideas y creencias en espacios públicos por su contenido político o religioso. En la Venezuela de Maduro, periodistas han utilizado los medios de transporte para leer en público las noticias que no pueden transmitir por los canales de comunicación controlados o censurados por el gobierno. Sí es preciso regular la forma de expresión de manera que no perturbe a los demás por las características específicas del espacio donde se manifiesta. En un vagón del Metro o del teleférico no debe permitirse la “voceadera” con megáfono ni movimientos bruscos de una tropa de acróbatas, como tampoco debe permitirse las acrobacias en plena calle bajo un semáforo (en ocasiones con la mirada indulgente de agentes del DIGESETT). Las normas tienen que centrarse en reglamentar comportamientos inapropiados en base a los espacios y sus características, sin tomar en cuenta el contenido de la actividad. Nadie debe pasearse por los vagones del Metro persiguiendo con megáfonos a los pasajeros con estruendosa cátedra, canto, prédica, discurso, declamación o cualquier otra forma de expresión, aunque sea recitando “Hay un país en el mundo” o pontificando sobre la evolución de las especies.

Por otro lado, la OPRET ha aprovechado con mucho éxito los espacios públicos del Metro para diferentes actividades, como la actual exposición de artículos artesanales de los jóvenes de La Zurza en la estación del Centro de los Héroes. ¿Por qué no considerar la habilitación de uno o más espacios para exponer libremente las ideas y creencias de toda índole como existen en muchas ciudades a partir del modelo del “Speakers Corner” o “Rincón del Orador”, lugar emblemático de la libertad de expresión en Hyde Park, Londres? Es una manera de garantizar el derecho a la libertad de expresión sin importunar a los demás usuarios, pues es opción de cada individuo el detenerse a escuchar y ver al exponente en el espacio designado o seguir su camino sin prestar atención. Además, la modalidad del espacio designado facilita la vigilancia del cumplimiento de normas sobre uso del derecho a la libertad de expresión en el espacio habilitado, cuidando no ejercer la odiosa censura temática o ideológica.

La censura es algo intrínsecamente malo y se cuela por cualquier rendija. Cuidémonos de facilitar su fortalecimiento en nuestro medio. Aprovechemos la ocasión del debate suscitado por el reglamento de la OPRET para institucionalizar el derecho a la libertad de expresión y al mismo tiempo salvaguardar el derecho a la paz y tranquilidad de la ciudadanía en los espacios públicos.