No existe tal “terrorismo internacional”.
Declarar la guerra al “terrorismo internacional” carece de sentido. Los políticos que lo hacen son o tontos o cínicos, y probablemente, ambas cosas.
El terrorismo es un arma. Como lo es un cañón. Nos reiríamos de alquien que le declarara la guerra a la “artilleria internacional”. Un cañón pertenece a un ejército, y le sirve a los intereses de ese ejército. El cañón de un bando dispara contra los cañones del otro.
El terrorismo es un método de operación. Suele ser utilizado por los pueblos oprimidos, incluyendo a la Resistencia Francesa contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Nos reiríamos de cualquiera que le declarara la guerra a la “resistencia internacional”.
Carl von Clausewitz, el pensador militar prusiano, dijo su frase famosa de que “la Guerra es la continuación de la política por otros medios”. Si él hubiera vivido hasta nuestros días posiblemente hubiera dicho: “El terrorismo es una continuación de la política por otros medios”.
Terrorismo significa, literalmente, “asustar a las víctimas para que se rindan a la voluntad del terrorista”.
El terrorismo es un arma. Por lo general, es el arma de los débiles. De aquellos que no tienen bombas atómicas, como las que se lanzaron en Hiroshima y Nagasaki, que aterrorizaron a los japoneses hasta la rendición. O de los aviones que destruyeron Dresde en el intento (vano) de asustar a los alemanes para que se rindieran.
Puesto que la mayoría de los grupos y países que emplean el terrorismo tiene objetivos distintos, a veces contradiciéndose entre sí, no hay nada de “internacional”, en ello, cada campaña terrorista tiene su carácter propio. Por no mencionar el hecho de que nadie se considera a sí mismo un terrorista, sino más bien un guerrero de Dios, de la libertad o de lo que sea.
(No puedo sustraerme de alardear que hace algún tiempo inventé una fórmula: “El terrorista para uno es el combatiente por la libertad del otro”.)
MUCHOS ISRAELÍES corrientes sintieron una profunda satisfacción después de los sucesos de París. “¡Ahora esos condenados europeos sienten lo que nosotros sentimos todo el tiempo!”, pudieron pensar.
Benjamín Netanyahu, un pensador diminuto pero un vendedor brillante, se apareció con la idea de inventar un vínculo directo entre el terrorismo yihadista en Europa y el terrorismo palestino en Israel y los territorios ocupados.
Es un golpe genial: si ellos son uno y lo mismo ‒adolescentes palestinos armados con cuchillos y devotos belgas de ISIS‒ entonces no hay ningún problema entre Israel y Palestina, sin ocupación, sin asentamientos. Sólo se trata de fanatismo musulmán. (Haciendo caso omiso, por cierto, de los muchos árabes cristianos en las organizaciones seculares palestinas “terroristas”.)
Pero esto no tiene nada que ver con la realidad. Los palestinos que quieren luchar y morir por Alá se van a Siria. Los palestinos ‒tanto religiosos como seculares‒ que disparan, acuchillan o atropellan a soldados y civiles israelíes en estos días quieren liberarse de la ocupación y tener un Estado propio.
Este es un hecho tan evidente que incluso una persona con el limitado coeficiente intelectual de nuestros actuales ministros del gabinete podría comprenderlo. Pero si lo hicieran, tendrían que enfrentarse a decisiones muy desagradables concernientes al conflicto palestino-israelí.
Así que vamos a seguir con la conclusión cómoda: nos matan porque son terroristas de nacimiento, porque quieren reunirse con las prometidas 72 vírgenes en el paraíso, ya que son antisemitas. Así que, como pronostica Netanyahu felizmente, vamos a “vivir para siempre por nuestra espada”.
TAN TRÁGICO como pudieran ser los resultados de todo acto terrorista, hay algo absurdo en la reacción europea a los acontecimientos recientes.
En Bruselas se alcanzó el tope del absurdo, cuando un terrorista solitario en fuga paralizó a toda una ciudad capital durante días sin hacer un solo disparo. Fue el éxito supremo del terrorismo en el sentido más literal: utilizar el miedo como arma.
Pero la reacción en París no fue mucho mejor. El número de víctimas de la atrocidad fue grande, pero similar al número de muertos en las carreteras en Francia cada dos semanas. Y sin duda fue mucho menor que el número de víctimas de una sola hora de la Segunda Guerra Mundial. Pero el pensamiento racional no cuenta. El terrorismo actúa sobre la percepción de las víctimas.
Parece increíble que diez individuos mediocres, con unas pocas armas primitivas, pudieran causar pánico en todo el mundo. Sin embargo, es un hecho. Alentado por los medios de comunicación, que se benefician con este tipo de sucesos, los actos terroristas locales se convierten ellos mismos en la actualidad en amenazas mundiales. Los medios de comunicación modernos, por su propia naturaleza, son el mejor amigo de los terroristas. El terrorismo no podría prosperar sin ellos.
El siguiente mejor amigo del terrorista es el político. Es casi imposible para un político resistirse a la tentación de subirse en una ola de pánico. El pánico crea la “unidad nacional”, el sueño de todo gobernante. El pánico genera el anhelo de un “líder fuerte”. Este es un instinto humano básico.
Francois Hollande es un ejemplo típico. Un político mediocre, pero astuto, que aprovechó la oportunidad para hacerse pasar por un líder. “C’est la guerre!”, declaró, y levantó un furor nacional. Por supuesto, esto no es “guerre”. No es la Tercera Guerra Mundial. Es solo un ataque terrorista ejecutado por un enemigo oculto. De hecho, uno de los hechos revelados por estos eventos es la increíble locura de los líderes políticos por todas partes. No entienden el desafío. Reaccionan a amenazas imaginarias e ignoran las reales. No saben qué hacer. Así que hacen lo que les es natural: hacen discursos, convocan reuniones y bombardean a alguien (no importa quién ni para qué).
Al no entender la enfermedad, el remedio resulta peor que el propio mal. Los ataques con bombas causan destrucción; la destrucción crea nuevos enemigos que tienen sed de venganza. Se trata de una colaboración directa con los terroristas.
Fue un triste espectáculo ver a todos estos líderes mundiales, los comandantes de las naciones poderosas, corriendo como ratones en un laberinto, reuniéndose, lanzando arengas, pronunciando declaraciones sin sentido, totalmente incapaces de hacer frente a la crisis.
EL PROBLEMA es de hecho mucho más complicado de lo que las mentes simples creerían, debido a un hecho insólito: el enemigo esta vez no es una nación, no es un Estado, ni siquiera un territorio real, sino una entidad sin definir: una idea, un estado de ánimo, un movimiento que tiene una base territorial de diversa, pero no es un estado real.
Pero este no es un fenómeno totalmente sin precedentes: hace más de cien años, el movimiento anarquista cometió acciones terroristas por todas partes sin tener una base territorial. Y hace 900 años una secta religiosa sin patria, los Asesinos (corrupción de la palabra árabe para referirse a los “consumidores de hachís”), aterrorizó al mundo musulmán.
No sé cómo luchar contra el Estado islámico (o más bien el No-Estado) de manera efectiva. Creo firmemente que nadie lo sabe. Y ciertamente, tampoco los tontos (y la tonta) que encabezan los distintos gobiernos.
No estoy seguro de que incluso una invasión territorial destruiría este fenómeno. Pero hasta tal invasión parece poco probable. La “Coalición de los (no) Dispuestos” armada por EE.UU. parece poco dispuesta a poner las “botas sobre el terreno”. Las únicas fuerzas que podían intentarlo ‒los iraníes y el ejército del Gobierno sirio‒ son odiados por EE.UU. y sus aliados locales.
De hecho, si uno está buscando un ejemplo de desorientación total, rayana en la locura, ahí está la incapacidad de EE.UU. y las potencias europeas para elegir entre el eje de Assad-Irán-Rusia y el campamento IS-Arabia-sunita. Añada el problema turco-kurdo, la animosidad ruso-turca y el conflicto palestino-israelí, y la imagen está aún lejos de quedar completa.
(Para los amantes de la historia, hay algo fascinante sobre el resurgimiento de la centenaria lucha entre Rusia y Turquía en este nuevo contexto. La geografía triunfa sobre todo lo demás, después de todo.)
Se ha dicho que la guerra es demasiado importante para dejársela a los generales. La situación actual es demasiado complicada para dejársela a los políticos. Pero, ¿quién más hay ahí?
LOS ISRAELÍES creen (como de costumbre) que podemos darle lecciones al mundo. Conocemos el terrorismo. Sabemos qué hacer.
¿Es así realmente?
Durante semanas, los israelíes han vivido en estado de pánico. A falta de un nombre mejor, se le llama “la ola de terror”. Cada día, dos, tres, cuatro jóvenes, incluidos niños de 13 años de edad, atacan israelíes con cuchillos o los atropellan con coches, y por lo general los matan a tiros. Nuestro reconocido ejército intenta todo, incluyendo represalias draconianas contra las familias y castigos colectivos a los pueblos, sin resultado alguno.
Estos son actos individuales, a menudo bastante espontáneos, por lo que es casi imposible prevenirlos. No es un problema militar. El problema es político, psicológico.
Netanyahu intenta subirse a esta ola Hollande y compañía. Cita el Holocausto (comparando a un joven de 16 años oriundo de Hebrón a un oficial de las SS endurecido en Auschwitz) y habla sin parar sobre el antisemitismo.
Todo con el fin de ocultar un hecho evidente: la trapacería antipalestina, su ocupación diaria, de hecho, de cada hora, minuciosamente. Algunos ministros del Gobierno ni siquiera se esconden ya que el objetivo es anexionarse Cisjordania y, finalmente, expulsar a los palestinos de su tierra natal.
No hay una conexión directa entre el terrorismo del Estado Islámico en todo el mundo y la lucha nacional palestina por la estadidad. Pero si no se resuelve, al final, los problemas se fusionarán, y un ISIS mucho más poderoso unirá al mundo musulmán, como una vez lo hizo Saladino, para enfrentarnos a nosotros, los nuevos Cruzados.
Si yo fuera creyente, susurraría: “¡Que Dios no lo quiera!”