La reciente decisión de los gobiernos cubano y estadounidense de restablecer relaciones diplomáticas ha llegado a convertirse en un acontecimiento histórico significativo. Por una serie de razones fácilmente comprensibles se trata de mucho más que el cambio de nombre en la puerta de dos edificios o de las ceremonias de izar la bandera en Washington o La Habana. En algunos medios se ha identificado todo esto como una especie de final de la Guerra Fría en el Caribe, mientras otros se refieren a una especie de regreso de los estadounidenses a La Habana. En puridad de verdad, lo anterior merece matizarse. Cuba y Estados Unidos tienen muchas cuestiones pendientes en su agenda de negociaciones y hace rato que la isla caribeña y su archipiélago de islotes y cayos recibe la visita de estadounidenses.
Sin entrar en el tema de esa “Guerra Fría” en el Caribe, podrá comprobarse sí existe una verdadera voluntad de evitar episodios desagradables como muchos de los ocurridos en los años sesenta y después, como implica el uso de la designación de “Guerra Fría” caribeña. Al menos ahora se intenta acercar a los dos países de una forma adecuada a los tiempos que vivimos. La fecha del 1959 ya es remota y por larga que sea la lista de problemas sería impropio intentar su solución mediante los remedios utilizados en lo que en cierta forma se ha ido convirtiendo en la prehistoria de este lamentable diferendo.
Y si se desea hablar de realismo ni siquiera podemos limitarnos a lo anterior, es decir a las relaciones entre dos países. Ni Estados Unidos dejará de preocuparse por los asuntos cubanos ni el gobierno de Cuba procederá a establecer un sistema político comparable al que prevalece en Estados Unidos. Esperar que Washington apoye o vea con buenos ojos todos los proyectos de La Habana, o que el régimen cubano convoque a elecciones multipartidistas sería simplemente una pérdida de tiempo. Ninguno de los dos gobiernos es perfecto. Esa última palabra no existe en política.
Es por todo eso y por muchas otras razones que el regreso a La Habana no implicará volver al régimen anterior, calificado de “burgués” mediante ese uso tan curioso e inexacto del lenguaje político como el que utiliza las palabras “democracia representativa” para identificar a países en los que existen ciertas libertades públicas, entre ellas las de padecer necesidades y sufragar los gastos personales y estrafalarios de politiqueros y explotadores. Con la imprescindible aclaración de que ese tipo de elementos, no limitados al ambiente capitalista tradicional, también proliferaban, con alguna diferencia de estilo, en las viejas “democracias populares” del socialismo y aquellos “países amante de la paz” de la Europa Oriental tan dados a la guerra y a la represión como muchas de las “democracias” de Occidente.
En fin, que cualquier cambio que ocurra a partir de ahora en las relaciones cubano-norteamericanas y en la política interna de La Habana, se reducirá a una serie de asuntos que no conducirán a las metas que muchos imaginan como posibles, con las mejores y más respetables intenciones. Como en otros diferendos, llevará mucho tiempo en alcanzarse un resultado de relaciones normales y grandes cambios políticos.
No debe perderse de vista que Cuba y Estados Unidos son países vecinos que han compartido parte de su historia. En varias ocasiones la bandera que se izó en Cuba era la de las barras y las estrellas. Algunos hasta olvidan que la bandera cubana, la de la Estrella Solitaria, fue izada por primera vez en 1850 por un sector anexionista. La independencia nacional se produjo gracias a un gran derramamiento de sangre de cubanos, dominicanos y otros hermanos, pero se proclamó bajo una administración norteamericana en 1902. La historia no se puede borrar con decretos, pero tampoco con revoluciones. Nadie podrá separar la historia de Cuba de su relación con España, Estados Unidos y, me complazco en decirlo, con la de nuestra más querida nación hermana, la República Dominicana. Y por razones no siempre aceptadas por todos, la gran separación entre Cuba y Estados Unidos en el período iniciado en 1959 ha sido de carácter temporal, facilitada por la Guerra Fría, impulsada por anhelos revolucionarios, pero sin carácter definitivo, imposibles ante las exigencias de la geografía.
Más allá de los recuentos históricos y las realidades geográficas, y sujetos a la evaluación de cualquier observador serio, se enfrentarán futuros problemas económicos e inmigratorios que no se resolverán con ceremonias y discursos. Y sólo menciono dos aspectos en un entorno complicado por la política. Pero no es mi intención dejar de resaltar que se ha dado un gran paso, que se han creado nuevas esperanzas, sin necesidad de olvidar que la política es el arte de lo posible. Sí, se ha producido una especie de regreso, pero sin expectativas exageradas y con resultados impredecibles. Sólo se ha regresado a algún punto de un itinerario que se inició mucho antes de la Revolución de Castro. Es sólo un acontecimiento más en la historia de las estrechas relaciones entre dos países vecinos con una vieja historia en común.