Uno de los principios esenciales de la actividad administrativa es el principio de legalidad. Este principio evoca la idea de que la Administración debe actuar con sujeción a la ley y al Derecho. Es decir que la actuación administrativa, sin importar que tan elevada sea la posición de un órgano o ente público en la jerarquía administrativa o en el sector que regula, debe estar sometida, sin excepción, a las disposiciones consagradas en el ordenamiento jurídico. 

El principio de legalidad, a juicio del Tribunal Constitucional, “presupone que todas las actuaciones de las autoridades quedan sujetas a la Constitución y a las leyes”. Se trata de “un principio cardinal del Estado de Derecho que protege al individuo de las actuaciones arbitrarias de las autoridades. La ley debe prexistir a su aplicación, es decir, que los ciudadanos deben estar conscientes de las consecuencias de sus actos y a qué se atienen cuando actúan en determinada dirección” (TC/0006/15 del 14 de enero de 2014). 

De lo anterior se infiere que la legalidad es un principio estructural del Estado de Derecho, es decir, que se trata de un presupuesto determinante de su propia existencia. Este principio impone el sometimiento pleno de la Administración a las leyes, de modo que es ilegitima cualquier actuación que sea contra legem. En este contexto, me refiero a la ley en su acepción formal, es decir, a la ley como una norma escrita adoptada por las cámaras legislativas. 

Ahora bien, a partir del surgimiento del modelo de democracia constitucional y con el reconocimiento de la Constitución como norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico, se abandona la concepción formal del principio de legalidad y se inicia un proceso progresivo de subordinación a la Constitución. Esto supone, como bien explica César Landa, que “la Constitución irradia su fuerza normativa no solo sobre el legislador que hace la ley, sino también sobre la Administración encargada de aplicarla” (Landa, 2016). De ahí que este principio, desde una concepción material, obliga al Estado a condicionar su actuación a todo el ordenamiento jurídico, empezando por la Constitución y las demás normas que conforman el bloque de constitucionalidad, de conformidad con el principio de jerarquía normativa. 

En síntesis, la Administración no sólo está sometida a las leyes, sino que su actuación se encuentra sujeta a la observancia del Derecho en vigor, es decir, a las normas y los principios generales consagrados en la Constitución, en los tratados internacionales, en las leyes generales y en las normas reglamentarias. A esto es lo que la doctrina y la jurisprudencia denomina como «principio de juridicidad». Este principio se encuentra contemplado en la parte in fine del artículo 138 de la Constitución, según el cual “la Administración Pública está sujeta en su actuación a los principios de eficacia, jerarquía, objetividad, igualdad, transparencia, economía, publicidad y coordinación, con sometimiento pleno al ordenamiento jurídico del Estado”. 

El principio de juridicidad puede analizarse desde dos dimensiones distintas: (a) por un lado, desde una dimensión formal, en virtud de la cual el Estado está sometido al sistema jurídico positivo, es decir, a los principios y reglas debidamente positivizados en el ordenamiento normativo estatal; y, (b) por otro lado, desde una dimensión material, según la cual la Administración no sólo debe obedecer el conjunto de normas jurídicas, sino que además debe contribuir a la satisfacción de los objetivos asumidos por el sistema jurídico. En otras palabras, “el Estado no conforme a Derecho sería tanto aquel en el cual no se respeta el Derecho positivo como aquel en el cual se respeta, pero el Derecho no es la medida de una evaluación de los derechos individuales” (Complak, 2001). 

El artículo 139 de la Constitución reconoce la facultad de los ciudadanos de requerir el control de la legalidad de las actuaciones de la Administración Pública. Según este artículo, “los tribunales controlarán la legalidad de la actuación de la Administración Pública. La ciudadanía puede requerir ese control a través de los procedimientos establecidos por la ley”.

De cara al principio de juridicidad, esta facultad debe entenderse como la prerrogativa de los ciudadanos de requerir un control «normativo» de la actuación administrativa, es decir, de exigir el sometimiento de la Administración al ordenamiento jurídico del Estado. Esta prerrogativa se ejerce a través de un “recurso contencioso administrativo de plenitud”, el cual obliga a la jurisdicción contencioso administrativa a verificar que los órganos y entes administrativos actúen con observancia plena de todos los actos de producción normativa. 

En palabras de la Tercera Sala del Tribunal Superior Administrativo, “la jurisdicción contenciosa administrativa por mandato del artículo 139 y 165, numeral 2, de la Constitución, le corresponde un control normativo de la actuación administrativa, es decir, que haya un sometimiento pleno al ordenamiento, que debe ser interpretada en sentido amplio, es decir, que el tribunal debe realizar un control de un bloque normativo, que se integra por la Constitución, los convenios internacionales y las leyes, lo que la doctrina le ha llamado «recurso contencioso administrativo de plenitud»” (Sentencia No. 0030-04-2020-SSEN-00393 de fecha 7 de diciembre de 2020). Este control normativo nos obliga a replantearnos la legitimidad requerida para acudir a la vía contencioso administrativa, lo cual abordaré en un próximo artículo.