Entre las muchas fechorías de cuello blanco en nuestra sociedad, el secuestro de instituciones es una de las de mayor impacto en socavar el tejido social basado en la confianza de la ciudadanía. Sin embargo, repetidas veces somos testigos del rapto de importantes organizaciones de alcance social por sus propios tutores, sin siquiera ruborizarnos, y mucho menos hacer grandes esfuerzos por impedir o revertir ese curso de acción. Muchos ciudadanos han llegado a entender que es normal que uno o más directores de una institución que se supone colegiada la utilicen en provecho de sus propios intereses como si fuesen propietarios. En efecto, se reproduce a nivel micro en organizaciones de la sociedad civil el descaro de muchos de considerar el Estado como botín de guerra de las contiendas electorales, utilizando la institución como vehículo para adelantar su agenda personal o grupal en lugar de la del colectivo. Ni siquiera el haber fundado una institución de alcance social da derecho al fundador a secuestrarla una vez es del dominio público.

No solo nos referimos a los extremos casos de fraude financiero que excepcionalmente se descubren por su monstruosidad, y que eventualmente un grupo de los directores de la institución reacciona para recuperar la entidad. Ese fue el bien documentado episodio de la principal asociación financiera mutualista del país, que culminó con un fraudulento acuerdo de venta a un banco comercial (transacción frustrada a último minuto) hace ya una docena de años, así como la más reciente y menos conocida experiencia de manejos indelicados en una importante cámara de comercio y producción.

La delincuencia de cuello blanco existe en todas las sociedades como excepción, y por eso se desarrollan mecanismos para evitar y/o corregir las desviaciones de las normas de gobernanza de las instituciones. Sin embargo, en nuestro medio prolifera el rapto de instituciones como un mal crónico y silencioso que corroe la confianza social necesaria para los grandes emprendimientos colectivos, sin ser objeto de atención por el liderazgo nacional. Y en la mayoría de los casos, sin manifestarse oposición interna a permitir consumarse el estupro de la institución.

Sin entrar en detalles, son conocidos los casos de colegios de profesionales, sindicatos y pseudosindicatos, partidos políticos con sus siglas históricas, asociaciones empresariales, instituciones culturales, educativas y científicas, entre otros tipos de instituciones de la sociedad civil que han padecido o el secuestro. En algunos casos hay evidentes indicios del secuestro, como puede ser la permanencia excesiva de las mismas personas en la dirección (y en casos extremos la posición es legada a un descendiente o delegada en un testaferro), pero la mayoría de las veces el proceso de secuestro es mucho más sutil, incluso imperceptible para quienes no están dentro de la organización. De hecho, la alternancia en el poder por sí sola tampoco es una garantía de buena gobernanza organizacional.

Evidentemente uno de las principales causas contribuyentes a este mal social es la cultura caudillista criolla. A pesar de contar nominalmente con un órgano directivo colegiado, en muchos casos la directiva no funciona como un equipo, sino que avala con el conocido “corroboro, corroboro” las iniciativas del caudillo como un coro sin criterio propio. En otros, el presidente ni se molesta en convocar al consejo de directores, que es una comparsa que solo comparece en las asambleas anuales. Pero el ejecutivo actúa de esta manera porque muchas veces no solo lo consentimos, sino que entendemos que es al cacique que le toca hacerlo todo.

El resultado es que la institución secuestrada deja de cumplir cabalmente su misión, en el mejor de los casos, o se extingue después de languidecer en la sombra por ser inefectiva. Pierde la comunidad, perdemos todos los ciudadanos oportunidades de mejora y progreso social. Reconocer esta penosa realidad es el primer paso en la ruta de remediar errores del pasado, para pasar a reforzar la participación ciudadana (sobre todo las de las nuevas generaciones) y la buena gobernanza de nuestras instituciones.

N.B. Dos aclaraciones: uno, hay notables excepciones, pues se han desarrollado instituciones de la sociedad civil que son pilares de la incipiente democracia dominicana precisamente por la fortaleza de su gobernanza organizativa y la activa participación de sus miembros de manera colegiada, y todos tenemos nuestra preferida; y dos, mea culpa, pues confieso que he sido cómplice al permanecer pasivo ante este funesto fenómeno social.