Actualmente gran parte del mundo tiene alrededor de cinco meses en zozobra lidiando con la temible e infranqueable pandemia del Coronavirus (Covid-19). Sin embargo, y sin caer en comparaciones insustanciales que nada aportan y sin dejar de reconocer que nos encontramos en una acuciante encrucijada de cara a la continuidad de la especie humana en el único planeta habitable que nos acoge hasta el momento, probablemente en la historia de la humanidad no ha habido ningún virus que haya matado tanta gente, ni que haya sido tan persistente en el tiempo, como el racismo.
Por muy letal y peligroso que sea un virus, su naturaleza misma no deja lugar para que este sea encuadrado en ninguna otra esfera que no fuera la científica-biológica. Aquí no hay carga o incriminaciones de tipo morales ni éticas, no hay lugar para culpables ni responsables, tampoco ningún resquicio para el círculo vicioso binario víctima-victimario, a no ser que nos movamos al intrincado terreno donde los gobiernos y los sistemas de salud pública gestionan la pandemia; no quedando otra opción que no fuera la de esperar que de algún laboratorio, en algún rincón del mundo, un consagrado científico salga saltando y gritando ¡eureka! con el antídoto en sus manos que pondría fin a tan indeseable flagelo.
En cambio, hasta el momento no ha existido, ni se vislumbra en un futuro lejano, ningún experimento político o ensayo social, ni siquiera la escuela, ni las más elevadas y rigurosas enseñanzas espirituales, que garanticen que el racismo y la xenofobia pudieran ser erradicados del ámbito de las interacciones sociales. Y como resulta obvio que nadie nace siendo racista, pero tampoco nadie asiste a una escuela para aprender el decálogo del “buen ciudadano racista”, sino que es resultado de una construcción social compleja sin ningún plan consciente preconcebido a la vista, entonces cabría preguntarse, cuál pudiera ser el “antídoto” o esa “pócima milagrosa” que erradicaría de una vez y para siempre del alma humana esa peste que nos deshumaniza, que hace que tratemos a otros seres humanos quizás peor que a las bestias. Hasta ahora parecería que nadie tiene la fórmula.
Por el momento, lamentablemente avanzamos a tientas en un campo minado de incertidumbres y dudas tratando de desactivar los conatos y crispaciones generados por los conflictos raciales. Los dispositivos de control y cohesión social apenas llegan a ser apagafuegos de esos exabruptos que irrumpen abiertamente de manera inesperada en cualquier momento, pero que llevan mucho tiempo en estado larvario hasta que un simple gesto simbólico hace que se convierta en un polvorín. Se escucha la explosión, pero nadie pudo anticiparse a la detonación, quedando abierto una Caja de Pandora difícil de volver a cerrar. Heridas difíciles de suturar.
Para muchos la brújula para salir de este laberinto se encuentra en la escuela, con la transmisión de valores humanísticos que promuevan estrategias para una convivencia fraterna y armoniosa; mientras que otros ponen el énfasis en los valores familiares y religiosos. Los más propensos a acciones punitivas y a un régimen de sanciones penales, apelan a la justicia y sus apéndices. Pero también es sabido que ninguno de estos ámbitos per se son garantía de estar exentos de prácticas racistas, como lo son las escuelas donde solo asisten estudiantes blancos o jueces que al sopesar cualquier veredicto no pueden librarse del mandato racista impuesto por sus familias blancas, lo que explica que la balanza de la justicia se inclina según el color del imputado y que por lo tanto la población presidiaria sea mayormente negra.
De seguro que alguien que hubiera sido testigo de la promesa proclamada por Revolución Francesa, cuna de los Derechos Humanos Universales, en un ejercicio de futurología nunca le habría pasado por la mente que en los umbrales del siglo XXI los seres humanos se estuvieran categorizando y clasificando por el color de la piel, de los ojos, de si el pelo es lacio (“bueno”) o rizado (“malo”); o donde vivir siendo negro o negra es un estigma que te convierte en ciudadano de tercera o cuarta categoría.
Producto de su misma complejidad y su sutil propensión a naturalizarse en todos los estratos y ámbitos de la sociedad, el racismo tiene ese costado paradojal donde sorprendentemente podríamos encontrar de manera inesperada gestos y actitudes racistas en ciertos personajes que tuvieron un compromiso y una trayectoria de lucha a favor de las libertades y derechos de las minorías. Este es el caso del que para muchos es el adalid y redentor de la clase obrera, Karl Marx, quien como asegura el estudioso e investigador de la cuestión marxiana Johannes Maerk, a Marx le resultaba difícil lidiar con los prejuicios raciales en el trato con su yerno Paul Lafargue, el esposo de origen caribeño de su hija Laura: "Marx no concebía la idea de la igualdad racial entre los seres humanos. Muchas veces se refirió a Lafargue en algunos escritos con la forma despectiva en alemán de ’negro' y es que Marx era una persona que tenía prejuicios raciales, como también tenía prejuicios intelectuales y académicos”.
Mahatma Gandhi es otro caso que dejaría perplejo a cualquiera, sobre todo teniendo en cuenta sus principios filosóficos de la no violencia, su humildad y sus habituales ejercicios espirituales. Aún así, hay algunos capítulos oscuros de su vida que se contradicen con las ideas que predicaba, como durante su estadía en Sudáfrica que utilizaba el término "kaffirs" para referirse de manera despectiva a los africanos negros, lo cual ha quedado documentado en algunas correspondencias y cartas que escribió cuando estuvo residiendo en el país sudafricano: “Sobre la mezcla entre 'kaffirs' e indios, debo confesar que tengo sentimientos fuertes”, o en esta otra: “… al contrario que los africanos, los indios no tienen danzas bélicas, ni beben cerveza 'kaffir’”. Exponiendo sin mucho rodeo una visión etnocéntrica, al comparar con cierto aire de superioridad su cultura con la de los negros sudafricanos con los que trataba. Es sabido que con el tiempo Gandhi revisó esta postura y fue distanciándose de ella. De Marx no se conoce si en algún momento logró deponer la beligerancia racista que manifestaba hacia su yerno, quien fue un gran difusor de su obra y sus ideas comunistas.
Estos dos ejemplos de Marx y Gandhi, aunque ocurridos en épocas y contextos culturales muy diferentes y distantes de los actuales, podrían ser ilustrativos para comprender hasta dónde cala la problemática racial en la sociedad de hoy, en la que persiste ese aspecto paradojal del racismo que encuentra hospedaje en ámbitos y actores que resultaría impensables o poco probable que afloren comportamientos racistas en sociedades donde mayormente la población es mulata o negra, como es el caso de la sociedad dominicana o brasileña, por mencionar algunas, donde es común el autoracismo y ese racismo que creemos exorcizar con la imperativa frase ¡yo no soy racista!.
Cuando a estas alturas, en cualquier parte del mundo, suceden episodios tan nefastos y lamentables, que ponen en cuestionamiento el valor que le otorgamos a la vida, como el caso reciente de George Floyd en los Estados Unidos, donde en 8 minutos un hombre, ostentando la blancura de su piel y el poder que le otorga una placa de policía, se lleva de cuajo la vida de un hombre negro, cobra sentido la frase lapidaria de Einstein: "Triste época la nuestra. Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio".
Termino este escrito dejándoles con el ejercicio de la profesora estadounidense Jane Elliott, quien luego del asesinato de Martin Luther King Jr. se ha dedicado a educar y a dar charlas para prevenir comportamientos racistas. El ejercicio consiste en lo siguiente:
En un auditorio conformado en su mayoría por personas blancas le pide lo siguiente:
“Quiero que se ponga de pie cada persona blanca en este salón que estaría feliz de ser tratada de la manera en que esta sociedad en general trata a los ciudadanos negros. Si ustedes, gente blanca, quieren que los traten como se trata a los negros en esta sociedad, pónganse de pie”.