Fernando Ferrán. Profesor-Investigador, PUCMM[1]
Agradezco la oportunidad que se me ofrece para vociferar a los cuatro vientos lo que para mí es una verdad incontrovertible:
Los estudios iniciales en la gran mayoría de las universidades del hemisferio americano son el punto de apoyo indispensable y eficaz para humanizar el `subiectum´ de todos sus estudiantes y, así, solo así, remover y promover, tanto el bienestar de la población en general, como en particular la cultura, el régimen y el ejercicio de ciudadanía democrática de nuestras respectivas sociedades.
Durante los próximos minutos me limitaré a exponerles el hilo conductor de dicha afirmación.
Ante todo, primero, diagnostico la realidad política de los pueblos del hemisferio americano; a saber, la democracia de los `idiotas´.
Segundo, esa más que radiografía, sonografía diagnóstica me lleva a cuestionar qué tiene que ver en esa desarticulada realidad democrática el modelo universitario imperante en las américas. Y, por ende, tercero, cuál es el papel instrumental, no ya de la universidad en general, sino de su momento propedéutico para formar al sujeto humano y transformar el quehacer político de nuestras pretendidas sociedades democráticas.
Con esa hoja de ruta en mente, comienzo no sin antes advertir que pintaré un cuadro en blanco y negro, sin grises, para promover la discusión, pero no para decir que la realidad sea tal y como la pinto.
(a) Todas las sociedades del hemisferio americano -para no ir más lejos en el alcance de esta exposición- son calificadas por sí mismas o por sus vecinas de democráticas. En ninguna se habla -a lo Maquiavelo- del gobierno del poder, por el poder y para el poder del Príncipe. Ni siquiera en los regímenes tenidos de dictatoriales o autoritarios, -ni de derecha ni de centro y tampoco de izquierda- se reconoce a sí mismo como antidemocrático, opresor, despótico o tiránico.
Al contrario, el conjunto de gobiernos americanos se acogen a alguna variante de la definición original de Tucídedes en Atenas -de acuerdo a la cual el régimen ateniense de hombres libres y con propiedades que avanzar era democrático porque el gobierno y sus leyes dependían de la mayoría y no de la minoría de esos mismos ciudadanos; o, en su devenir histórico, se atienen a la fórmula del presidente estadounidense Lincoln y por eso el mundo político y su narrativa están hoy día revestidos de democracia entendida como el gobierno del pueblo, por el pueblo y, claro está, para el pueblo.
Hasta ahí todo más o menos claro. La cuestión se complica al analizar la modalidad de esas democracias.
(b) Lo sabemos todos. Los pueblos, ninguno de nuestros pueblos, tienen los gobernantes que se merecen, sino los que se le parecen. Votamos por representantes, no por líderes. Las consecuencias las publicitan las encuestas e investigaciones: solo en la América latina el 50% y en la RD el 68% de la población no le importaría tener gobiernos no democráticos, de acuerdo con el último informe de Desarrollo Humano del PNUD. En verdad, afirman preferir vender su herencia democrática por gobiernos autoritarios, pero más eficaces.
Eso así, a mi entender, pues en la actualidad solo contamos con democracias electorales fruto legítimo de regímenes políticos calificados de presidencialistas y revestidos de un estado de ánimo rayano al populismo.
De un período electoral al otro, como quien dice en lo que el hacha va y viene, una notable mayoría de ciudadanos no participa de las decisiones que los concierne y, por eso mismo, el valor actual del término “idiota” con el que en Atenas se calificaba al hombre libre que no ejercía su derecho a participar en las actividades del Ágora.
Entretenidos los ciudadanos durante el proceso electoral y ajenos en lo sucesivo al funcionamiento de la cosa pública, nuestras democracias avanzan manipuladas hacia una casi perfecta ineptocracia. Exagerando por motivos argumentativos, esa es la tragicomedia que mejor caracteriza la democracia actual. Esta se avalancha hacia una perfecta descomposición y tiene, por único fin, el abismo de su propia superación en el pedestal de frecuentes gobiernos cada vez más autoritarios, erráticos, ineficientes, corruptos y ajenos a la verdad y al bien común. Mientras incompetentes eligen a sus pares, igualmente incapaces que ellos, los electos pasan a ofrecer soluciones no aptas a veces ni para ser experimentadas en un tubo de ensayo universitario.
(c) Dada esa idiotez de inicio, fruto por excelencia de una formación ajena a la ética y al cultivado espíritu contemplativo y estético de cada ciudadano, este queda circunscrito y sumido en la “auto explotación” (B-C Han) de quienes solo tienen tiempo -no para sí mismos, sino- para subsistir o para trabajar y amasar fortuna en el mercado.
En ese contexto civilizatorio, conviene cobijarse en un espíritu cívico, en un activismo tan democrático como republicano, oriundo de la tradición aristotélica difundida por Tocqueville y hoy día distintiva de Hanah Arendt, pues se sustenta del compromiso individual y colectivo gracias al cual la libertad humana jamás se extinguirá en el mundo político.
Pero, antes de llegar a ese fin, se impone asumir la renovada actualidad de la pregunta de Lenín: “¿Qué hacer?” ¿Cómo superar un estado de cosas en el que cada día más ciudadanos taciturnos, desilusionados y alienados de la cosa pública malviven sosteniendo con su voto democrático a funcionarios que primordialmente encarnan el nefasto interés individual del “donde está lo mío”, o cuando más, “lo mío y lo de los míos”?
[1] Ponencia presentada en el XII Seminario Internacional de Estudios Generales, organizado por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, del 23 al 26 de junio 2021).