El título de este artículo es un refrán popular que sintetiza la lógica mercantilista e interesada en que se mueve la sociedad de hoy.

En una sociedad movida por la lógica económica el eje que motoriza el mundo de las relaciones es el dinero. Cualquier relación, inclusive la amorosa, puede ser reducida  al mero interés mercantil.

Es por ello que el amor ha pasado a ocupar un plano secundario en este mal rodaje de la vida cotidiana en que se desenvuelven las escenas de las relaciones humanas.

Los hombres afirman que para conquistar a una mujer basta con tener dinero, las mujeres sostienen que a los hombres les gustan las presas fáciles, sin criterio serio de la vida y que buscan placeres efímeros. En el fondo el argumento es el mismo porque son los efectos de una sociedad que languidece llena de todo y harta de nada.

Es la sociedad credicard donde el dinero permea y corrompe todas las esferas de la vida. A mayor dinero, mayor lujo, impunidad ante la justicia, privilegios y reconocimiento social. No tener dinero es equivalente a todo lo contrario. Esto explica, pero no justifica la corrupción.

Ahora bien, ¿y qué sucede con las personas empobrecidas cuya vida se deshace en la inmediatez, en la improvisación diaria del qué comer y la exclusión social?

Para estas personas existen dos salidas: morir en el intento de algún día llegar a algo teniendo como estandarte la honestidad o avocarse a delinquir. Si elijen esto último saben que el camino puede ser más corto, pero más peligroso.

Es así como la sociedad se va induciendo a ser un moridero de pobres, incitados cruelmente a la delincuencia mayor y cotidiana porque el camino bueno es muy largo y la vida es corta.

Vamos dejando camino real por vereda porque los atajos nos hacen llegar más rápido, sin detenernos a pensar que también nos desvirtúan del camino.

Este moridero de pobres camina sin dirección y se mueve sin norte. El sueño de no morir en el intento es aprovechado por oportunistas políticos o chantajistas infames que se dicen adivinadores de números atribuyéndose  el lujo de convocar grandes masas empobrecidas a escuchar los números de la suerte o los discursos políticos tan vacíos como los mismos sujetos que los pronuncian.

En esta relación mercantilista del mundo y nueva interpretación de la realidad se borran todas las diferencias cualitativas de los seres humanos.

La igualdad entre las personas no vendrá por la línea de los derechos humanos, sino que todo aparece en pie de una igualdad cuantitativa. Seremos iguales en cuanto produzcamos el dinero suficiente para comprar esa igualdad: ante la justicia, ante los demás, ante lo que sea y quienes sean. Ya lo decía George Orwell: “En el mundo todos somos iguales, pero existen algunos que son más iguales que otros”

Se trata de una novedad histórica. Para las sociedades primitivas las relaciones humanas estaban por encima de las mercantiles; las jerarquías sociales establecidas estaban reguladas por otro tipo de orden social. En la sociedad contemporánea todo lo decide el dinero.

El dinero es importante para vivir, pero no debería trazarle pautas a la vida. Las relaciones humanas se han ido cosificando y volviendo cada vez más superficiales movida por la vanidad como expresión de esta sociedad de la nada.

Y la gente empobrecida inhala su frustración, detiene por un instante la respiración y exhala en un suspiro la peor de las sentencias: “El que nada tiene, nada vale”.