Ni en el gobierno de Antonio Guzmán-PRD (1978-1982), ni en el de Salvador Jorge Blanco-PRD (1982-1986), ni tampoco en el de Hipólito Mejía-PRD (2000-2004), se puso en marcha alguna política gubernamental para intervenir y dividir partidos políticos de la oposición. En otras palabras, ninguno de esos tres gobiernos constitucionales dispuso de presupuesto y cargos gubernamentales para la compra o cooptación de dirigencias completas de otros partidos políticos, ni de jueces y tribunales parcializados dispuestos a inhabilitar o fraccionar mediante sentencias a organizaciones opositoras. A Guzmán, Salvador e Hipólito se les podría acusar de otras faltas, pero no de esa.

Ni siquiera a Joaquín Balaguer, un autócrata empecinado, se le podría acusar de que utilizaba la maquinaria económica y política del Estado para promover la división  de los partidos políticos adversarios; eso fue cierto, sobre todo, durante el periodo 1986-1996.

La tradición de respetar desde el palacio nacional la autonomía y vida interna de los partidos políticos adversarios fue seguida por Leonel Fernández durante su primer mandato (1996-2000).

Sin embargo, tras su regreso al poder en el 2004, el mismo Leonel Fernández lideró una agresiva estrategia de sonsacamiento y cooptación de líderes y organizaciones políticas que le permitió un control casi absoluto del Congreso y, finalmente, imponer una reforma constitucional en el 2010 que ha derivado en una concentración exagerada de poder en manos del presidente y su partido político.

Leonel inició atrayéndose al PRSC en una táctica para la formación de mayoría electoral, y continuó con los partidos del llamado “Bloque Progresista”, hoy sin habla ni movimiento, literalmente muertos. La estrategia morada siguió con la casi destrucción del PRD. El instrumento aglutinador o destructor ha sido el presupuesto nacional o el Tribunal Superior Electoral – dependiendo del caso-. ¡Todo en absoluta impunidad! Así no hay democracia que se sostenga.

En realidad, el respeto de un gobierno a la integridad y autonomía de las formaciones políticas opositoras es  práctica sagrada en la democracia; el uso sistemático e ilimitado del poder del estado para anular la oposición política organizada es la ruta hacia el absolutismo y la dictadura.

Naturalmente, en su estrategia acaparadora, los morados han contado también – vale destacar – con la  estulticia e irresponsabilidad de militantes y líderes de la oposición. Sin cátcher, no hay pitcher.