Cuando encontramos, por azar bendito, un compatriota en el exterior, dónde nuestra condición misma de extranjeros nos hace vivir una especie de exclusión, se forma entre nosotros una especie de complicidad. Esa complicidad proviene de la comunidad, de sentimiento de cosas compartidas.
En realidad todo comienza con el nacimiento. El nacimiento condena al individuo a la vida en sociedad. Al nacer él ya es dependiente de otra persona. Deberá tragarse un poco de su egoísmo para ser aceptado en la sociedad. Ello va constituyendo una serie de valores que fortalecen sus lazos con la sociedad.
Lo que llamamos “el pueblo” es en realidad una abstracción utilizada para designar un grupo individuos que comparte cultura, etnia, valores, nacionalidad, vivencias, etc. Pero “el pueblo” no es una unidad sin fracturas, ya que se trata justamente de individuos que, a pesar de tener toda una serie de cosas en común, guardan en su pecho sus diferencias.
Demasiados intereses se esconden detrás de los discursos políticos. Para materializar esos intereses, se procura, con frecuencia, la ayuda de “el pueblo”. La noción de “el pueblo” es utilizada y manipulada por políticos a su antojo. Siempre lo ha sido. Frases de tipo “El pueblo está conmigo” abundan en la historia universal. Intentan utilizar un sentimiento de colectividad como medio para un fin político.
Mientras que ciertos intereses económicos y sociales garantizan una cierta cohesión en el sector conservador de la población, la fractura y la división de las agrupaciones de izquierda ha constituido el drama político del sector progresista. Los elementos de cohesión de los movimientos de izquierda han sido con demasiada frecuencia grandes personalidades, individuos fuera de lo común, y/o coyunturas históricas particulares, individuos unidos en la indignación que deciden olvidar sus diferencias para cumplir un objetivo común.
En el sistema capitalista las políticas de izquierda encuentran diferentes dificultades. Una de ellas es que los candidatos necesitan financiamiento para sus campañas. Dicho financiamiento proviene, sobre todo, del sector empresarial, el cual es generalmente conservador con respecto a las medidas económicas.
“Las clases no se suicidan”. Los partidos de izquierda deben intentar conseguir un balance entre las presiones del poder económico, que busca defender su posición privilegiada, y las reformas sociales que buscan disminuir el abismo existente entre la clase alta y las clases menos privilegiadas.
El ejercicio político supone también pactar con el diablo y responder a las expectativas del electorado, soportar la opinión pública y la presión de los aliados. Desarrollar un proyecto político es un camino lleno de trampas. Pero si escribo estas líneas es porque creo que hay alguien del otro lado de la pantalla dispuesto a recibir estas ideas, porque tengo la íntima convicción de que una forma distinta de hacer política es posible.
Pero en la práctica política no sólo existen los corruptos. Hay toda una tradición de utopistas, de constructores de sueños, hombres tan imperfectos como los demás, pero con una inconformidad con la realidad que no les permitía quedarse quietos.
Creo en la democracia, en el gobierno de las mayorías. Creo en una democracia justa y empática, con respeto por las minorías. Hoy la realidad dominicana es que la mayor parte de la población vive asfixiada por la presión impositiva, por la tarifa eléctrica y los costos de los combustibles, el transporte y la comida, por la falta de trabajo, por salarios injustos, por la corrupción, por la desviación de recursos del Estado. La mayor parte de la población se encuentra atascada en una trampa de barro de la cual no saldrá sin educación, sin programas sociales y salarios más justos.
Cabe preguntarse hasta qué punto es pertinente hablar de democracia cuando el grueso de la población más que gobernante es víctima del sistema. Preguntarse también si se merece ese nombre cuando el gran protagonista, “el pueblo”, apenas ha aparecido en la escena política y, las pocas veces que lo ha hecho, no ha sido escuchado. Preguntémonos cuántas injusticias serán necesarias para que, unidos en la indignación, digamos “Alto. Es nuestro turno de hablar”.