El éxito de las políticas gubernamentales no depende sólo de quien las pone en práctica, sino de quienes están obligados a cumplirlas. Nuestra tradición indica la resistencia de los ciudadanos a valorar las acciones y programas que muchas veces se conciben para mejorar su calidad de vida estableciendo niveles de organización indispensables al buen funcionamiento de una ciudad o del país.

Pongamos, por ejemplo, el tránsito. Todos sabemos que se trata de uno de los más serios problemas que hoy, y desde hace décadas enfrentamos y no precisamente por falta de voluntad de las autoridades. Los dominicanos dejamos ver el primitivismo que todo ser humano lleva dentro cuando estamos al frente de un volante. Si se hiciera obligatorio un examen riguroso a todos aquellos que ya tenemos licencia de conducir, incluyendo el de naturaleza sicológico requerido para una licencia de arma de fuego, probablemente una buena parte la perdería. Y no porque desconozcan  la forma de conducir e incluso las señales de tránsito, sino por la conducta que exhiben cuando conducen, volando semáforos, estacionándose en sitios prohibidos, copando las intersecciones y subiéndose a las aceras.

Se ha hecho un magnífico trabajo reordenando el tránsito por las vías principales de la ciudad y ampliándolas para facilitar los giros a la izquierda. La medida ha mejorado sensiblemente el tráfico vehicular en muchos de los puntos críticos, pero todavía los conductores no se acostumbran a la disciplina que demanda toda organización y he visto en algunos de esos lugares terribles violaciones de las normas elementales del buen conducir. Los pases pre pagados en los peajes debería ser suficiente para aligerar el tránsito en carreteras y evitar tapones. Pero siempre hay vivos que quieren colarse para no hacer colas generando inconvenientes a los demás. El progreso depende del respeto a las leyes.