De niña vi pocas casas donde no hubiera una biblia de cerámica abierta en el Salmo 23 o el 91. Igual que el elefante con la trompa alzada y colocado de espaldas, por aquello de la suerte. Tener una biblia era un must (*). Recuerdo que te regalaban un librito azul que decía “este libro no será vendido” justo debajo de las palabras “Nuevo Testamento”.

No tengo en mi memoria clases de religión en el colegio, pero la de moral y cívica no faltaba. En los barrios  siempre había una Iglesia o Parroquia, y lo más “normal” del mundo era tomar el catecismo los domingos para hacer La Primera Comunión.  Por esos años, este ritual era el momento esperado de muchas niñas, y en mi mundo, la clase de catecismo dominical era el equivalente de ir al parque. Mi padre es ateo, mi madre falleció siendo creyente y se entendía con todos los santos de la Iglesia. No obstante, la religión nunca fue algo que generara desacuerdos en casa. Mami nos animaba a participar de la celebración eucarística y papi con su razonamiento filosófico y una altísima concepción de lo moral y lo correcto, nunca impuso su sistema de creencias.

Leía todo lo que caía en mis manos, e hice lo propio con el Nuevo Testamento, lo mismo con un ejemplar llamado “Mi libro de Historias Bíblicas”, una publicación ilustrada para niños, de tapa dura color amarillo y título en letras rojas. Las enseñanzas éticas y morales más importantes de mi vida las recibí observando el comportamiento de mis padres, siendo corregida pertinentemente, viendo la conducta de mis profesores y la directora de mi amado colegio Nuevo Atardecer. Siempre que tuve una duda o inquietud, ahí estaba mi padre para conversar sin importar la naturaleza del tema. En mi hogar no había temas tabú. Todo se abordaba con pláticas, libros, ejemplos, más libros y más pláticas. Incluso la vez que le confesé que casi a diario tomaba a escondidas unos centavos de la “gaveta del diario” para comprar empanadas rellanas de mermelada de guayaba en el colmado de Don Quique.

Parte del Nuevo Testamento ya era práctica en mi hogar, lo veía en mis amiguitos y amiguitas del colegio, mis maestros y mis vecinos. Eran mi realidad. También estaba al tanto de lo que ocurría en el país. Recuerdo el suicidio del presidente Guzmán y la pesadumbre en el ambiente por lo ocurrido. Al FMI y la crisis de los 80s con todo y La Poblada del 84, el juicio contra Salvador Jorge Blanco –incluyendo a Severino-. Recuerdo la reforma agraria de Joaquín Balaguer y el abandono del campo, el éxodo de personas hacia la capital en los últimos años de la década y durante los 90s. En mi casa estas realidades se sabían y las charlaba con mi padre. En casa el pollo horneado solo se comía en Navidad y el presupuesto no alcanzaba para queso. Todos estábamos al tanto de ello, así que nadie podía aparecerse con nada sin que se supiera el origen.

Si no había plata para algo, pues no había. Punto. Mis padres no se endeudaron para comprar una bicicleta, sencillamente no se podía. Lo sabíamos y no nos traumamos. A mis trece, ya con padres divorciados y una situación particularmente especial, sabía que si quería comprar algo para el día de las madres, debía ganarme ese dinero, entonces acordé con uno de mis tíos lavar su ropa a cambio de una cantidad semanal. Y reuní el dinero. Mi madre sabía y mi padre también.  De esa misma forma mi hermana mayor y yo comprábamos polvo facial Maja y colonia Pétalos de Rosa en CentroModa de la Ave. Duarte, solo porque queríamos ir olorosas al politécnico y con la nariz empolvada.

Treinta y tantos años después, tenemos un contexto social muy diferente. La principal célula que compone una nación, nuestra nación, la familia, se extravió en un punto. Incluso se desentendió de lo que ocurre más allá de la puerta de la casa. Hay quien culpa a la mujer por salir a trabajar, y se equivoca. La causa de lo que hoy sucede tiene muchos orígenes.  Actualmente, hay padres, madres y tutores que aseguran que la escuela está para formar y educar; tan convencidos están que se oponen a una ordenanza que solo propone la creación de contextos educativos que garanticen el respeto y la igualdad de los niños y las niñas dentro del recinto escolar. Los espacios de cantidad y calidad lo endosan al colegio o la escuela, más una cantidad de actividades extracurriculares como deportes, artes, teatro, danza, agendas muy interesantes y nutritivas para el espíritu, no lo pongo en discusión, solo que muchos hogares se han reducido a un espacio para ir a soltar los cansancios, para bañarnos, comer y dormir. Lo más parecido a una pensión. Si no es lo anterior, ¿al menos sabemos qué es lo que hacen nuestros hijos?

Criar es casi una inversión de naturaleza pecuniaria, y si hay inversión debe haber ganancia. Y así he escuchado a algunos tutores gritar: –Después de todo lo que pago en ese colegio, de todo lo que he hecho por ti… ¡mira con lo que me sales!- Por eso nos sentimos orgullosos con las notas altas, los diplomas de reconocimiento, las exoneraciones de las pruebas finales. Nos camina en la piel la idea de que “lo estamos haciendo muy bien” y nos asimos de ese logro para mostrarlo al mundo como si fuera nuestro. Y con eso parece suficiente.

Y puede que así tengamos adultos con buenos puestos de trabajo, prósperos ministros, empresarios, y mucho adulto por ahí, muy preparado y con dinero. Pero baste con observar nuestro entorno y en qué nos convertimos como sociedad. ¿Realmente la Biblia salió de nuestras vidas? ¿Salió de nuestras casas? ¿Acaso no se proclama la Palabra en todos lados? ¿Por qué no cuestionarnos con el descaro suficiente y reconocer dónde nos equivocamos como formadores, lo que se nos olvidó? ¿O en verdad creen que imponer la lectura de la Biblia hará alguna diferencia? ¿Los valores son algo que se aprende por una campaña publicitaria? ¿En serio?

De acuerdo, hablemos de infiernos y demonios, crujir y tronar de dientes, limpiemos nuestros pecados con ceniza en la frente o confesándonos con el sacerdote de turno, solo tendremos que volver a pecar hasta la siguiente confesión. Formemos desde el temor al castigo y no desde el amor por hacer lo bien hecho, solo porque así es como debe de ser. También hablemos del prójimo, de respeto, de solidaridad, empatía y misericordia, aunque al salir de la escuela los y las estudiantes choquen con una realidad que diste mucho de lo que le han dicho. Vamos a la calle, a la televisión, a la música y veamos que nuestros muchachos no van a entender ni mierda, o peor, entenderán lo que puedan según la cosmovisión y el equipaje emocional del que dispongan. Leamos lo que sea, obligatorio o no, violando la Constitución o no, el resultado será congruente con las variables que la realidad disponga, esa realidad que hemos venido construyendo, con lo que hemos hecho y hacemos, no tanto con lo que digamos o leamos. Porque la palabra podrá convencer, pero a la larga el ejemplo arrastrará.

Y naturalmente mi historia no es parámetro para todo un país. Es apenas una referencia anecdótica. Lo tomo como un simple recordatorio a lo más elemental: el hogar. Y sí, ahora es más complicado, hay mucho qué enfrentar, pero lo que ocurra dentro del hogar seguirá siendo muy determinante en la vida de nuestros hijos e hijas. Si usted se engaña creyendo que no, avíseme cuando esté frente a las consecuencias, ¿o ya no estamos frente a ellas?

(*) Algo que debe tenerse.